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Hannah Arendt
Tribuna
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Dos citas y una lección: 50 años de Hannah Arendt

En su obra palpita una reivindicación por la libertad de pensamiento, al tiempo que nos impele a cultivar esa “mentalidad ampliada” que es capaz de situarse en el lugar del otro

Hannah Arendt

Hace 50 años, la pensadora alemana Hannah Arendt murió sorpresivamente de un infarto en su departamento en Nueva York. Ese mismo día, sobre su escritorio, había redactado en su máquina de escribir el título ‘El juicio’, que constituirá la tercera y última parte de su obra póstuma, La vida del espíritu. Luego, alcanzó a escribir dos epigramas: un pasaje del Fausto de Goethe y una máxima de Cicerón.

La cita de Goethe reza: “Si pudiera renunciar a la magia de una vez, aplastar el impulso de conjurar espíritus; si ante ti, Naturaleza, no fuese más que un simple mortal, entonces ser hombre aún valdría la pena”. Alcanzada la vejez, Fausto contempla el sendero de su vida, concluyendo que, pese a todo, vale la pena vivir, puesto que la libertad no nos es dada, sino que se trata más bien de una conquista cotidiana.

Para Fausto, es esa conquista “la aspiración más alta a la que un hombre puede llegar, un llamamiento sagrado”. Asumir el paso del tiempo y abrazar la vejez supone aceptar la finitud y caer en la cuenta de que la magia no basta para comprendernos como humanos. La libertad, dicho de otra manera, no pasa por conjurar magos o sucumbir al canto popular de la sirena: es, más bien, una batalla que hemos de librar todos los días.

Esto último gravita en Arendt, pues en su obra palpita una reivindicación por la libertad de pensamiento, al tiempo que nos impele a cultivar esa “mentalidad ampliada” que es capaz de situarse en el lugar del otro y de concebirlo como una coexistencia junto a la cual se configura el espacio público.

Pero si bien el juzgar debe ser autónomo, nunca nadie juzga solo. Para Arendt, el mundo está desbordado de pluralidad, ese condimento que torna irremplazable y único a cada individuo, y entre medio del cual desplegamos nuestro actuar y dotamos “de más al mundo al mundo”.

La máxima de Cicerón nos dice que “los asuntos victoriosos les agradan a los dioses, pero los vencidos a Catón”. Interpretada a la luz del título que le antecede, la frase sugiere que el juicio, al igual que la voluntad autónoma, no debe guiarse ni regirse por la contingencia o la opinión de la mayoría, sino que más bien debe ampararse en el sapere aude kantiano (¡Atrévete a pensar!).

Juzgar los acontecimientos no pasa por identificarnos con la tendencia del ‘vencedor’ del momento o la ideología dominante. La necesidad de disenso es condición de posibilidad de toda ‘República’, y ello exige tener el coraje de no dejarnos seducir por la mentalidad de rebaño. Por eso Arendt entrecruza el sentido común de Kant con la imparcialidad de Homero: mientras que el sensus communis kantiano nos lleva a situarnos más allá de nuestro ‘yo’ y de ver el mundo desde los ojos del otro para, desde allí, comprender la complejidad inherente a la realidad, la imparcialidad homérica considera todos los puntos de vista, pues la historia es un esfuerzo que ha de narrar la visión tanto de los vencedores como de los vencidos, tanto de los griegos como de los troyanos.

Agradar a Catón pasa, en otras palabras, por asumir el valor de dejar de lado el ego que inunda nuestra proyección del mundo. Supone abandonar, aunque sea por un momento fugaz, el discurso partidista o la trinchera sectaria para apelar a un beneficio compartido. Quizás es ésta la verdadera causa del vencedor a la que debemos apelar: la visión de que existe un interés común, que no es sino aquel que mantiene unido al mundo.

¿Es esto posible? Sin duda ¿Es impopular? Vaya que sí (y más aún ad-portas de una elección) ¿Es necesario? Si admitimos, como Fausto, que bien vale la pena esforzarnos por el llamamiento sagrado de la libertad, entonces la respuesta es afirmativa, pues hemos de asumir que sin responsabilidad es imposible un mundo común.

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