Hannah Arendt y el futuro del totalitarismo
Como hace un siglo, nos ha tocado un tiempo en el que el ejercicio de la política se basa cada vez más en la repetición de los errores, los horrores y las coartadas de los imperios


El legado de los académicos, sobre todo los humanistas, es efímero. La mayoría de nuestros escritos —a diferencia, por ejemplo, de los trabajos artísticos— tiene una fecha de caducidad muy corta. Casi todos los más o menos conocidos profesores de hoy serán más temprano que tarde olvidados; nadie los citará y aún menos leerá. Sin embargo, a veces hay pensadores cuyas obras trascienden su tiempo. Este es el caso de la filósofa y ensayista política germano-estadounidense Hannah Arendt (1906-1975), de cuyo fallecimiento se cumplen 50 años este 4 de diciembre.
Aunque no era historiadora, Arendt teorizó con agudeza sobre cuestiones históricas y de su tiempo. Como dijo Tony Judt, a menudo cometió errores en los detalles (de los que, por ejemplo, está repleto su libro de 1963 Eichmann en Jerusalén, empezando por el desafortunado subtítulo de Un estudio acerca de la banalidad del mal), pero acertó en las cuestiones importantes. Su arrojo a la hora de decir lo necesario, aunque resultara inconveniente, fue mítico, como demuestran sus relaciones tortuosas con el movimiento sionista. Ya en 1944, en el panfleto Sionismo reconsiderado, advirtió contra la deriva supremacista de este: ¡ella, que había estado enviando niños a Palestina para salvarlos de un futuro cada vez más oscuro en Europa, y que apenas pudo escapar de las garras de Hitler! Podía ser provocadora y controvertida: sus argumentos en el artículo Reflexiones sobre Little Rock, publicado en 1959, contra la desegregación forzada de las escuelas sureñas, quizás harían las delicias del actual Tribunal Supremo estadounidense; pero solo un necio o un fanático le podrá negar a su pensamiento tanto la sinceridad como la profundidad.
Sin duda, su trabajo más influyente y de más relevancia hoy es Los orígenes del totalitarismo, publicado en 1951 y luego revisado varias veces. Su lectura no resulta fácil. Está, no podía ser de otro modo, muy influenciado por su propia vida, educación (creció en el seno de la burguesía judía ilustrada de Königsberg) y tiempo, incluyendo el exilio primero en Francia y su refugio posterior en Estados Unidos. Y esto se nota ya en el mismo título del libro. Con la Guerra Fría, el término “totalitario” ganó amplia aceptación en el mundo occidental como forma de ligar las prácticas políticas de la recién derrotada dictadura nazi con el entonces amenazante y poderoso régimen soviético. Esta asociación de formas olvidaba convenientemente que fue la cooperación entre conservadores y fascistas la que siempre hizo posible la llegada al poder de las dictaduras “totalitarias” de derecha, al igual que la labor de estas en apuntalar al malherido capitalismo de los años veinte y treinta.
Sin embargo, no fue una típica anticomunista de posguerra. A diferencia de quienes se llenaban la boca al hablar de libertad, pero luego justificaban sin pudor los horrores de las dictaduras amigas, era una firme defensora de los derechos humanos, sin importarle de dónde viniese el ataque a los mismos. Ahí fue, otra vez, tajante, y no hizo excepciones cuando escribió que “el primer paso fundamental en el camino a la dominación total es matar a la personalidad jurídica del hombre”. Es una frase acuñada con nazis y estalinistas en la mente, pero muy válida hoy, cuando se detiene, enjaula y deporta a agujeros de dolor y olvido a seres humanos a veces solo por ser inmigrantes sin permiso de residencia. ¿Pensó ella alguna vez que lo que estaba denunciado iba a suceder en sus admirados Estados Unidos? Parece poco probable. Todos tenemos derecho a una cierta inocencia.
Arendt no se limitó a denunciar el totalitarismo. Al estudiar sus raíces, recordó como en su momento las élites ilustradas del siglo XVIII abrazaron el antisemitismo, pues veían a los judíos como elementos atávicos y bárbaros que impedían el desarrollo de la sociedad moderna. Sería interesante saber qué pensaría ella de quienes en nuestro tiempo acusan a los musulmanes que viven entre nosotros precisamente de lo mismo. Su crítica al liberalismo tampoco paró ahí: en Los orígenes atacó la autosatisfacción del entonces llamado Mundo Libre de la posguerra. Hoy recordamos 1945 como la fecha de la liberación de los campos de concentración, pero a menudo nos olvidamos de que, como Arendt denunció, en ese mismo año centenares de millones de personas vivían aún sin derechos políticos y sociales bajo el yugo colonial de las democracias occidentales. También podía haber condenado el colonialismo con argumentos ya manidos, pero fue mucho más allá. Según ella, ni la Shoah ni las demás atrocidades de la Segunda Guerra Mundial podían ser separadas de las ideas racistas y las prácticas imperiales previas del hombre blanco y su supuesto mundo civilizado. La muerte y la subyugación —y la justificación de ambas— que Occidente llevó a sus colonias volvieron luego a azotar a la misma Europa que las había engendrado.
Arendt vivió en su juventud crisis económicas, inseguridades políticas y culturales, un racismo creciente y la irrupción de la radio, el cine sonoro y las técnicas de propaganda modernas que permitieron a los fascistas seducir a amplios sectores de la sociedad con sus discursos tan en apariencia modernos como llenos de odio. Las voces de la sinrazón, disfrazadas de amigos del pueblo, azuzaron y ensalzaron al hombrecito resentido que todos tenemos dentro; al que ofrecieron chivos expiatorios para evitar afrontar de verdad problemas complejos, al tiempo que despreciaban el conocimiento y a los expertos, estos siempre, entonces decían, demasiado humanos y respetuosos con las formas y los principios, y, por lo tanto, ineficaces. Ese fue su paradigma. Cuestión más ardua es determinar cuáles serán nuestras respuestas al nuestro. Pues, por mucho que sepamos del pasado, no encontraremos en los libros de historia, ni de Arendt ni de nadie, las soluciones sobre el presente, ya que, como mucho, aquellos nos enseñarán más sobre qué evitar que sobre qué hacer.
Como ocurrió hace un siglo, nos ha tocado un tiempo en el que el ejercicio de la política, en vez de estar enfocado a confrontar los grandes retos de la humanidad, se basa cada vez más en la mentira descarada, la manipulación de los sentimientos de la población, el blanqueo de la historia y la repetición de los errores, los horrores y las coartadas de los imperios. Todo esto ha sido fomentado tanto por la eclosión de las redes sociales, que están controladas por unas élites que han dejado de creer en la libertad y la igualdad, como por la sumisión a los intereses de estas de unas masas desorientadas dispuestas a echarse en manos de demagogos: líderes del mal; embusteros; hombres que hablan de paz mientras lanzan odios y guerras; dirigentes mendaces y crueles de revoluciones que llaman patrióticas. Fue un peligro sobre el que Arendt ya avisó: “Mientras que el pueblo en las grandes revoluciones lucha por su auténtica representación política, la turba siempre vitoreará al hombre fuerte, al gran líder”. Aquí los tenemos, de nuevo, a las turbas y sus patéticos hombres providenciales endiosados.
Todos deberíamos saber las decenas de millones de muertos que costó la liberación de las dictaduras. Y, por eso mismo, recordar también por qué la búsqueda de la verdad y la defensa de la democracia siguen siendo tan necesarias hoy para nosotros como lo fueron para Hannah Arendt.
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