Chile: una elección odiosa
Para buena parte de los votantes, entre Jannette Jara y José Antonio Kast, ninguno es mejor que otro, sino que uno de los dos le resulta insoportable

No muchos votan contentos en esta elección presidencial. Es cierto que rara vez se tiene la suerte de contar con un candidato al que se considere el mejor exponente de las propias ideas y el más idóneo para concretarlas, pero en esta ocasión, para buena parte de los votantes, no es que uno sea mejor que el otro, sino que uno de los dos resulta insoportable. A unos, el monstruo del comunismo (Jannette Jara); a otros, el de la extrema derecha (José Antonio Kast); y a un porcentaje nada de insignificante, la perpetuación de una lógica política que les hastía, donde ambos escenifican un conflicto ajeno.
Ni la izquierda ni la derecha que han gobernado Chile desde la recuperación de la democracia en 1990 se sienten auténticamente representadas por quienes hoy las lideran. El Partido Comunista se mantuvo aislado y crítico de las políticas acuerdistas de la Concertación hasta que en 2013 Michelle Bachelet lo incorporó como vagón de cola a su nueva alianza de gobierno, incomodando a parte de sus socios históricos. El Partido Republicano, por su lado, es producto de la ruptura de José Antonio Kast con la UDI y Chile Vamos, por considerarlos entreguistas. “Derechita cobarde”, les llamó más tarde.
Aseguró que Sebastián Piñera había sido “el peor presidente de los últimos 30 años”. Evelyn Matthei, su heredera, lo acusó de usar bots para echar a correr por las redes que tenía alzhéimer.
El problema de la izquierda es de fondo. El que Jannette Jara sea la representante de un gobierno con alta desaprobación y militante comunista -una excentricidad a estas alturas del siglo XXI- no bastan para explicar la desmejorada situación de su candidatura. De hecho, ella no ha escatimado esfuerzos en tomar distancia de la actual administración y en mostrarse desilusionada de su partido, al que no sería raro que renunciara dentro de poco. Hoy la escoltan, faltos de deseo y entusiasmo, principalmente viejos cuadros concertacionistas que no sólo parecen dar la carrera por perdida, sino que trasuntan la falta de un proyecto convincente, incapacidad de conectar con la ciudadanía, de hacer propias las confusiones actuales y de reformular con palabras frescas el valor de la comunidad. Nada muy distinto del drama que aqueja a las izquierdas en buena parte del mundo: una idea de revolución gastada mientras otra revolución avanza sin control e incomprendida.
Si hace apenas 4 años llegó al gobierno Gabriel Boric ofreciendo transformaciones profundas en el ámbito de los derechos sociales, la ecología, el respeto por las diversidades culturales, el feminismo y la desconcentración del poder -a las que renunció tras el rechazo categórico sufrido por la propuesta de nueva constitución del año 2022-, hoy, según una reciente encuesta de Democracia UDP, son quienes se consideran de derecha los que exigen un cambio refundacional. Sus móviles son otros: el orden, la seguridad, el crecimiento económico, la insatisfacción con las promesas incumplidas por la democracia.
Tendría que suceder algo muy raro para que José Antonio Kast no fuera el próximo presidente de Chile. Todo indica que el desprecio por la izquierda es más fuerte que el temor al autoritarismo de derecha. Incluso el expresidente Eduardo Frei Ruiz Tagle, quien está seguro de que a su padre lo mató la dictadura, ha dado muestras de preferir a Kast, pinochetista sin reparos ni fisuras, que a la representante del oficialismo y de su partido de toda la vida. No es que esto le importe a quienes votarán el 14 de diciembre, pero sirve para ilustrar la ruptura con los criterios que hasta aquí han definido las opciones políticas.
Según muchos analistas, el clivaje del Sí y el No del plebiscito de 1988 que terminó con la dictadura de Pinochet fue reemplazado por el del apruebo-rechazo a la propuesta constitucional de 2022. Los números permiten jugar con esa idea. Los umbrales del apoyo de Jara bordean los que tuvo ese fracasado proyecto de la Convención. La realidad, sin embargo, podría ser más rebuscada. Desde 2010, cuando termina el primer gobierno de Bachelet, que en todas las elecciones binarias gana la postura reactiva, así sea al incumbente o a lo ofertado. La constitución de Kast, que casi nadie recuerda y que tenía todo para triunfar, también fue objetada. Llevamos cerca de 15 años en que el país no vota a favor de algo, sino en contra. Hoy la dispersión de argumentos es tal, los deseos tan difíciles de alinear en las categorías heredadas y los cuerpos de ideas de los partidos políticos existentes tan poco ordenadores del sentir ciudadano, que reunir descontentos es evidentemente más rentable que ofertar destinos seductores. Las ideas complejas exigen un tiempo y una reflexión que la velocidad de las comunicaciones con que lidiamos cotidianamente dificulta. Se ha dicho hasta el cansancio, pero no está de más repetirlo: el impacto emocional renta mucho más que la reflexión. Parecer furioso ante un estado de cosas convence con una efectividad que no consigue ninguna propuesta de solución matizada y responsable.
La gran sorpresa de la primera vuelta fue Franco Parisi. Obtuvo cerca de un 20% de los votos sin que los estudios de opinión lo advirtieran. En la elección pasada consiguió un 11% sin pisar el territorio nacional. Una demanda por pensión alimenticia se lo impedía. Esta vez, terminó su campaña en medio de unos autos que hacían sonar sus llantas en el pavimento. Uno de sus lemas fue “ni facho ni comunacho”.
Es curioso, pero mientras los candidatos en juego representan historias políticas perfectamente antagónicas, esas tradiciones parecen importar menos que nunca. Tanto en la derecha como en la izquierda -conceptos en torno a los cuales una mayoría decreciente se alinea en tiempos de elecciones, aunque sin comprometer fidelidad ni coherencia-, cunde la dispersión. Las órdenes de partido le importan cada vez menos a parlamentarios que, con tal de mantener la popularidad de la que dependen sus escaños, se muestran dispuestos a defender lo que sea. Se supone que estamos más polarizados que nunca, pero no se ven proyectos de sociedad en pugna. El estallido de 2019, que la izquierda quiso encasillar en sus viejas categorías, en realidad las hizo pedazos. Y si la derecha piensa que fue un simple evento delincuencial y un desvarío momentáneo, estará cometiendo el mismo error. “El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.
El próximo gobierno requerirá de una gran habilidad para articular múltiples intereses en concurso. No solo los antagónicos, también los que aspiran a su mismo radio de influencia. De igual modo en que José Antonio Kast -el más posible ganador- no tuvo piedad con su familia de origen, es de suponer que otros no quieran tenerla con él. La generación frenteamplista tampoco la tuvo con la concertacionista. La mayor parte de esta última, haciendo de tripas corazón, se puso al servicio de Gabriel Boric y sacó adelante su presidencia. Tanto Boric como ellos tuvieron la modestia, generosidad y flexibilidad necesaria. Entendieron que la democracia es más amiga de los que renuncian que de los testarudos, de las componendas que de la soberbia, de la curiosidad que de la autosuficiencia. Está por verse lo que sucede esta vez.
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