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BOMBAS ATÓMICAS
Tribuna
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Conmemorar la muerte

La devastación y el horror de la bomba atómica carga con una fuerza simbólica inquietante que aún nos interpela, pues en ella se refleja la situación espiritual del hombre moderno

World War II, after the explosion of the atom bomb in August 1945, Hiroshima, Japan

Hace 80 años, Toyofumi Ogura atestiguó la consecuencia de la rebeldía prometeica: el intenso cielo azul que coronaba Hiroshima palideció, repentinamente, a las 08:15 de la mañana. “El rayo de la muerte”, como lo llamó Ogura, colmó la realidad, y un segundo después el grito del silencio se impuso en plenitud. La explosión de la bomba Little Boy, ocurrida a 600 metros del suelo de la ciudad, elevó la temperatura circundante a más de un millón de grados centígrados, incendiando el aire y creando una bola de fuego que hizo proclamar al capitán Robert A. Lewis, copiloto del bombardero Enola Gay: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?“.

Tres años después, Ogura publicaría el primer testimonio del bombardeo, titulado Cartas desde el fin del mundo: un conjunto de epístolas escritas a su esposa, fallecida pocos días después de la explosión a causa de los efectos de la radicación. En sus escritos, Ogura narra la desolación de la barbarie: es la imagen en primera persona de los muertos calcinados, de ‘cadáveres vivientes’ y de los hibakushas [supervivientes de la explosión]; del ‘olor a muerte que flotaba en las tinieblas’ y de la desesperada búsqueda de su amada.

La explosión de la bomba atómica no solo supuso un trastrocamiento irreversible en la forma de hacer la guerra, sino también el inicio de lo que Hannah Arendt llamó el “mundo moderno”: un mundo donde el conflicto dejó de ser la última ratio de las negociaciones y la continuación de la política con otros medios. Después de Hiroshima y Nagasaki, ya no se presupone la coexistencia de partes enemigas. La violencia dejó de ser limitada y parcial, a la vez que la guerra dejó de ser un medio de la política y empezó, en cuanto guerra de aniquilación, a traspasar los límites impuestos a lo político, y con ello a destruirlo.

Si hasta antes de las bombas atómicas la fuerza que destruía al mundo y ejercía violencia sobre él era la misma fuerza creadora con que nuestras manos formaban y constituían mundo, ese equilibrio desapareció después del bombardeo norteamericano: el hombre, reflexiona Arendt, dejó de ser dueño del mundo que había construido, así como del potencial poder destructivo que creó. La invención de una técnica propulsada por energía nuclear puso en marcha no ya procesos naturales, sino procesos provenientes del universo que, no siendo terrenales, actúan sobre la Tierra con el fin de producir y destruir mundo.

La devastación y el horror de la bomba atómica carga con una fuerza simbólica inquietante que aún nos interpela, pues en ella se refleja la situación espiritual del hombre moderno. Detrás de los cientos de miles de vidas que hoy se conmemoran, se esconde la transgresión irreflexiva de todo límite; la tecnificación de un mundo que todo lo reduce a categorías utilitarias, al tiempo que resquebraja los marcos éticos y morales que pudieran orientar una construcción de sentido y de trascendencia.

Es la desolación de las cenizas que llevó al pueblo nipón a soportar lo insoportable. A 80 años de lo sucedido, y a la luz del devenir de nuestra contingencia mundial, bien nos vendría abrirnos a la escucha de ese silencio inocente, ensordecido por el desarrollo ilimitado de una ciencia cuya utilización ha terminado dependiendo, como gritó Iván a Aliosha en Los hermanos Karamazov, del pequeño diablo que anida en el corazón del hombre.

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