‘Denominación de Origen’: cine y política pública en un mismo envase
La película ‘Denominación de Origen’ nos recuerda algo que la ley no puede resolver por sí sola: el mayor desafío para que estas figuras funcionen no es jurídico, sino humano

Hay películas que nos entretienen. Otras, que nos interpelan. Denominación de Origen, la nueva producción chilena, logra ambas cosas: nos hace reír, nos emociona, y —casi sin darnos cuenta— nos invita a mirar con otros ojos algo que solemos pasar por alto: el valor de lo que nace en nuestros territorios.
Lo que en apariencia es una historia sobre un embutido (la longaniza de San Carlos), tradiciones y conflictos locales, se convierte en una reflexión profunda sobre identidad, pertenencia y comunidad. Porque detrás de cada denominación de origen o una indicación geográfica hay más que un producto: hay personas. Hay historia. Hay una manera de entender el mundo que se transmite en una cepa (Pirque, Pisco), un tejido (Doñihue), una sal (Cahuil, Boyeruca, Lo Valdivia), una cerámica (Quinchamalí, Pomaire) o una fruta (Limón de Pica, Sandía de Paine).

Hace más de una década (2012), desde el Instituto Nacional de Propiedad Industrial (INAPI), me tocó lanzar el programa Sello de Origen junto al presidente Piñera, y con el decidido respaldo de la presidenta Bachelet en los años siguientes, incluyendo el lanzamiento de su imagen actual (2015), desarrollada por el prestigioso estudio de diseño Otros Pérez. Fue uno de los proyectos que más sentido me ha hecho como servidor público. Porque no se trataba solo de proteger legalmente productos con características únicas: era reconocer el alma de los territorios. Era dar valor —en todos los sentidos de la palabra— a lo que las comunidades crean con orgullo y esfuerzo.
Desde entonces, además de las ya existentes denominaciones para vinos y el Pisco, casi 50 denominaciones de origen, indicaciones geográficas y marcas de certificación han sido reconocidas en Chile: desde el Atún de Isla de Pascua y el Orégano de Putre, hasta las Aceitunas de Azapa y el Maíz Lluteño, pasando por el Cordero Chilote, la Sidra de Punucapa y las Chupallas de Ninhue. Cada una es un testimonio vivo de diversidad cultural, creatividad y resiliencia.
Las denominaciones de origen e indicaciones geográficas no son solo un asunto local: son un lenguaje universal del prestigio, la calidad y la identidad territorial. Así lo demuestran nombres que resuenan en cualquier parte del mundo: Champagne, Tequila, Scotch Whisky, Prosciutto di Parma, Jamón Ibérico de Bellota (Pata Negra), queso Roquefort o el Cristal de Bohemia. Todos ellos han sabido proteger sus tradiciones, construir valor a partir de su origen y conquistar mercados globales sin perder el arraigo. Chile no solo tiene el derecho, sino el deber, de hacer lo mismo con lo mejor de su tierra.
Pero la película nos recuerda algo que la ley no puede resolver por sí sola: el mayor desafío para que estas figuras funcionen no es jurídico, sino humano. Es la asociatividad. Es la capacidad de ponerse de acuerdo, de organizarse, de pensar en colectivo. Sin comunidad, no hay origen que valga.
Y ahí está la belleza y la crudeza de Denominación de Origen: nos muestra lo difícil que es caminar juntos, pero también lo necesario. Porque cuando lo logramos, cuando logramos reconocernos y cuidarnos como comunidad, el resultado no es solo un producto con sello: es un país que se reconoce en sus raíces, que las proyecta al mundo, y que construye desarrollo con identidad.
A veces, una película puede hacer más por una política pública que muchos documentos. Esta, sin duda, lo logra, y es lo que nos regalan su director, Tomás Alzamora Muñoz y sus entreñables personajes, Luisa Marabolí, el Tío Lelo, DJ Fuego y el abogado Peñailillo. El origen no es un lugar en el mapa, es un punto de encuentro.
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