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FRENTE AMPLIO
Tribuna
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¿Puede cambiar el Frente Amplio?

El problema no es que los representantes del FA cambien de opinión, sino cómo lo hacen: sin explicación, sin elaborar el tránsito de una postura a otra

Miembros del Frente Amplio frente a una escultura del expresidente Salvador Allende, en Santiago.

Esperamos que los políticos actúen, pero muchas veces son sus palabras las que realmente gobiernan. Buena parte del rol conductor de los políticos radica en lo que dicen: seguimos sus declaraciones, sus reacciones y errores con cierta asiduidad, comentamos las polémicas. Parece importar más lo que sucede en el hemiciclo del Congreso —el lugar de los discursos— que en las comisiones —donde realmente sucede el proceso legislativo—, y lo que dice el presidente frente a la coyuntura sigue ocupando portadas y generando tuits. Y aunque esta atención puede volverse problemática, tiene también una razón de ser: la política es, sobre todo, palabra y comunicación, ponerse de acuerdo, persuadir, enunciar y debatir. Por eso, entre otras cosas, la democracia requiere un debate público sano, desplegado con lealtad y fiel a la verdad, y políticos a la altura de ese debate.

En este último sentido, los cambios de opinión en política son un asunto delicado; más todavía cuando son radicales e implican decisiones relevantes de gobierno y política pública. Esto es lo que el Frente Amplio (FA) no parece haber entendido respecto a sus giros discursivos durante los últimos años. Ejemplos sobran, pero basta con poner atención a lo dicho sobre inmigración en el debate de los presidenciables oficialistas en radio ADN. Se podría decir algo parecido respecto a la refundación de Carabineros, el fin de las AFP o las Isapres, la ley antiterrorista o el estado de excepción en la Macrozona sur: ninguno tuvo una justificación a la altura.

El Frente Amplio puede cambiar de opinión. Al fin y al cabo, las circunstancias varían, las personas pueden madurar o aprender, el poder enseña —por las buenas o las malas— que las cosas no son tan simples como parecían. La política siempre exige respuestas nuevas frente a una realidad que la desborda. El problema entonces no es que los representantes del Frente Amplio cambien de opinión, sino cómo lo hacen: sin explicación, sin elaborar el tránsito de una postura a otra, como si no hubiera conflicto alguno en defender agendas contradictorias entre sí. Nunca queda claro por qué creían lo que creían antes ni por qué creen lo que creen ahora. Simplemente, toman distancia de sí mismos, como si bastara con declarar algo nuevo para que lo anterior se desvanezca, como si nada hubiera pasado y desaparecieran sus consecuencias.

Esto podrá tranquilizarlos por un tiempo, pero de a poco van apareciendo las grietas. El final de este gobierno obliga a balances que impiden seguir evadiendo esa explicación. Porque ¿qué queda del proyecto del FA ante sus cambios de opinión? Para muchos, apenas la cáscara de un discurso que se autoproclamaba como el único vocero auténtico del electorado y de los nuevos tiempos, pues las renuncias han sido demasiadas y las derrotas políticas extremadamente duras. El riesgo es que la mayoría asuma que tras eso no había más que impostura: la instrumentalización de las urgencias sociales para sostener un relato para llegar al poder.

Pero el problema principal no es cómo lidia el FA con sus propios dilemas. Como todos los partidos, están sometidos al escrutinio de la ciudadanía y al juicio de las urnas. Seremos los votantes quienes tendremos que decidir si su discurso nos parece creíble, justificado, preciso o lo que sea.

El peligro es que la incapacidad de dar cuenta de lo que se hace horada el poder de la palabra política en general, socava su herramienta principal, destruye aquello sobre lo que se sostiene. Mucho se ha hablado de la crisis de legitimidad de las instituciones, una crisis larga y que antecede a octubre de 2019. Ella responde a varios problemas: ineficacia política, desconexión, reformas postergadas o derechamente mal hechas, pero también se relaciona con la pérdida de valor de la palabra en política. Me refiero no solo al sentido de la palabra como promesa —una dimensión importante— sino a algo todavía más sencillo: la capacidad de decir algo verdadero sobre las cosas y dar razón de lo dicho.

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