Fotogenia sin salero

¿Puede un espectáculo televisivo alumbrar un artista con entidad y empaque, un talento del que, sin esa “sonrisa del destino”, nos habríamos visto privados para siempre? Nada tendría por qué impedirlo, pero la realidad se empeña en negarlo. Y si alguien confiaba en Antonio José como contraejemplo, ya puede revisar sus expectativas. Resulta fascinante que un chaval de veintipocos años conozca su debut madrileño en el Barclaycard Center, por mucho que hablemos del formato para 3.000 espectadores, pero las horas de entrenamiento catódico en La Voz no otorgan soltura escénica. La fotogenia no convierte al cordobés en un chico saleroso, igual que las buenas trazas vocales tampoco se traducen en encanto interpretativo.

Era la del miércoles una noche para exprimir la batería del móvil, inmortalizar a las amigas con el paloselfi, izar al aire las cartulinas con las proclamas amorosas o arrullarse en pareja. Porque Antonio es mono, radiante en la sonrisa, impecable en su pulcritud de chico sin mácula: camiseta blanca, americana negra. Lo tiene todo a favor, pero lo malbarata rimando “canciones” con “emociones”; “bonita” con “carita”. Insistiendo en que está cumpliendo “un sueño” (aún mayor que “jugar la Shampions”) y que sus cuatro músicos son “unos cracks”. Y confundiendo pasión con afectación, descontrolando los adornos melismáticos, supliendo la voz rasgada por el grito pelado. Tranquilo, Alborán: no te pisan los talones.