De vuelta a las andadas
En los círculos interesados por la vida pública se especula acerca de la suerte del consejero. ¿Acabará en la cárcel?, se preguntan
Rafael Blasco, como principal imputado, y la cúpula de la Consejería de Solidaridad y Ciudadanía son juzgados estos días por el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, acusados, como se sabe, de malversación y fraude por la presunta apropiación de 1,8 millones de euros destinados a la mejora de la agricultura en Nicaragua. Obviemos los juicios morales y políticos porque tiempo y voluntarios habrá para ello, siendo así, además, que hay en ciernes otro juicio por el saqueo de los seis —¿o son ocho?— millones destinados a la construcción nunca llevada a cabo de un hospital en Haití. Y que pare ahí el deprimente espectáculo y no aparezcan otras trapacerías cometidas en el entorno del mentado consejero a lo largo de los altos cargos desempeñados en los gobiernos del PP.
Es muy probable que, ante la imagen del poblado banquillo difundida por los medios de comunicación —y estas mismas páginas—, no pocos lectores hayan tenido la impresión de asistir a una variante del Día de la Marmota, esto es, una repetición con los mismos o parecidos actores del espectáculo judicial que propició el llamado caso Blasco a comienzos de los años noventa. También entonces se juzgó a funcionarios notables de la COPUT, la Consejería de Obras Públicas, Urbanismo y Transportes, regida por quien hoy protagoniza la reedición de este nuevo caso de corrupción. En aquellos tiempos la causa de las imputaciones se ceñía al valor emergente del suelo y las adjudicaciones por parte de los organismos oficiales. Los seis procesados fueron absueltos, pero nunca pudieron sacudirse la sospecha de culpabilidad al ser declaradas ilegales las grabaciones telefónicas en que se basaba la acusación del fiscal.
Este episodio es mucho más enjundioso e ilustrativo de lo que parece, pues de su pormenorizada descripción se percibe la lucha por el poder que se desató en el seno del PSPV en aquellos momentos y también la capacidad canallesca del otro poder, el mediático. Pero si lo evocamos aquí es por la estupefacción que causa y que compartimos el hecho de que la experiencia del dolor decantado por aquel suceso judicial no haya servido para impedir su reedición. En otras palabras: asombra que un hombre inteligente como el referido consejero, hoy en el umbral del ostracismo, haya vuelto a las andadas, consciente como es del daño causado por aquella querella que, no obstante resolverse del mejor modo posible, destrozó vidas, frustró profesiones, esquilmó haciendas de los procesados y a él mismo lo abocó a una huida impetuosa que lo instaló en la impostura ideológica. Manuel Talens lo atribuiría a “una pulsión psicopatológica por el poder”.
En los círculos interesados por la vida pública se especula acerca de la suerte del consejero. ¿Acabará en la cárcel?, se preguntan. En realidad, buena parte de la pena ya la está cumpliendo en forma de descrédito. Pocos creen en su inocencia y hasta reputan de patéticos sus alegatos exculpatorios ante el tribunal. Ha perdido incluso el beneficio de la duda, o eso nos tememos. Su suerte será la que le consigan su letrado —primer espada del foro— y las deficiencias de un sistema judicial manifiestamente mejorable por el anacronismo de su liturgia procesal y el clasismo. Véanse las complacencias de que goza la clase política y el favor que se le otorga a la infanta Cristina. “Justicia, ni la divina”, aleccionaba un tipo sentencioso a las gentes de a pie. No es el caso del justiciable que glosamos.
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