La vida perdurable
Ya no es infrecuente que los centros escolares se caigan a pedazos y que los niños consigan una comida diaria gracias a los esfuerzos de Cáritas
Todo parece indicar que uno de los propósitos más firmes del gobierno de Rajoy y de las autonomías que controla consiste en maleducar a los escolares, como si los actuales gobernantes fueran a durar toda la vida, y arrinconar a los ancianos, dependientes o no, hasta convertir el fin de sus días en la perspectiva más inmediata, sin renunciar por ello a reconvertir las obligadas visitas médicas de los mayores en un auténtico calvario de recorrido imprevisible. Aquí mismo, en esta Comunidad que no siempre ha sido tan desdichada, no es infrecuente que los centros escolares se caigan a pedazos y que los niños consigan una comida diaria gracias a los esfuerzos de Cáritas y otras entidades semejantes, y así me comentaba el otro día una madre con dos hijos que ni siquiera tiene casa, que para qué quiere un banquero 88 millones de euros por desaparecer de la escena del crimen si con la mitad bastaría para alimentar todas las escuelas de todos los escolares y el magnate se quedaría tan contento con la otra mitad para seguir haciendo de las suyas disfrutando todavía del lado salvaje de la vida.
Pero no es solo eso. Al lado mismo del centro de Valencia, y también en el cauce del río, y en la zona próxima a la Ciudad de las Artes, y en viejas naves industriales y en cualquier otro lugar que disponga de espacio para ello, proliferan cada vez con mayor intensidad las concentraciones de indigentes (como relataba el otro día Pilar Almenar en estas páginas) que hacen de ese misérrimo desparrame su casa impropia hasta ver si las cosas dejan de venir mal dadas, donde, entre numerosos ejemplos de escalofrío, hay una mujer que no concilia el sueño jamás por el temor de que las ratas ataquen a su hija, así que se mantiene vigilante como si no tuviera suficiente con su multitud de vigilias acumuladas. No se trata de alardear de compasión ante el chabolismo improvisado, ni de indignarse en los fines de semana, ni siquiera de solidarizarse de palabra y obra con los muchos damnificados de una política propia de truhanes, sino de exigirle, por ejemplo, a un sujeto como González Pons que deje de lado su saber de bachillerato acerca de las Termópilas para asumir sus responsabilidades políticas y personales ante el desastre que el partido al que sirve y obedece y del que vive está propiciando en todas las áreas en las que mete la pezuña, que son todas en las que puede hacerlo, y lo hace sin remilgos de novicia. Y si Alberto Fabra necesita de un coach que le enseñe a hablar y a estar (no se sabe bien para qué, ya que dadas sus características jamás podrá decir cosa distinta de la que ahora murmura), bien podría pedirle a su amiga Esperanza Aguirre que el gran Albert Boadella le enseñe a hacer el payaso con algún convencimiento.
Claro que si un empresario, un político o un banquero deben seguir un máster o lo que sea sobre cómo aguantar sin que les tiemble la mano las trolas que nos sueltan, también podrían contar para semejante menester con Risto Mejide o con Mercedes Milá, maestros de la impostura en su especialidad.
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