Niño bonito para rato
El cantautor británico James Blake demuestra en la Sala Kapital un arte genuino


A los conciertos de James Blake conviene llegar bien descansado, la cara lavada, las reservas energéticas intactas y poca comida en el estómago, para que la sangre oxigene bien nuestras neuronas. Cuanto sucede sobre el escenario requiere de atención plena y aquí no valen distracciones. Blake certificó anoche en la Sala Kapital que ha definido una de las personalidades más singulares y diferenciadas de este ya no tan nuevo siglo. Y su sonido tan pronto remite a géneros afianzados durante décadas como proyecta un halo de luz sobre un futuro inquietante, pero no tan deshumanizado como temíamos.
El artista londinense es un mozalbete de belleza tan lánguida como su música y una timidez que le impide acercarse al borde del escenario. La tez pálida acentúa esa introversión de quien se ha pasado media vida encerrado en el cuarto, pero nadie podrá negar ya que le saca partido a sus reclusiones. Blake sabe dosificar los tiempos (hora y media justa de concierto), los pasajes absortos y los arrebatos rítmicos, que apenas acontecen en un par de ocasiones: con CMYK y su acelerón postrero, de remota filiación tropical, y la agitada Voyeur, única concesión abierta a las pistas de baile. Pero el discurso nunca está al servicio de la máquina. El autor de Overgrown trasciende con mucho el lenguaje del dubstep, esa electrónica ralentizada, y no tarda en mostrarnos su corazoncito soul. En To the last, la tercera de las piezas, el prodigioso lloriqueo de su garganta supera las habituales comparaciones con Antony Hegarty y le aproxima a Ivan Neville. Y el pasmo es mayor si reparamos en los dibujos que sus dedos largos y huesudos deslizan sobre el teclado: Stevie Wonder los suscribiría.
La conexión entre clasicismo y contemporaneidad se agudiza en Lindisfarne, bellísima pieza de voz procesada sobre el piano (aunque los cables se sublevaron y emborronaron el efecto) que comparte nombre con una vieja banda británica de folk-rock. El guitarrista, Rob McAndrews, esboza arpegios con la misma sencillez clásica con la que pellizca las notas en I am sold. Ambos títulos podrían llevar cuatro décadas escritos, por más que su envoltorio nos recuerde que vivimos en un tiempo en el que es factible la filigrana de la máquina.
Solo en el arranque de Our love comes back, balada sobre reencuentros a piano y voz, sobrevuela ese peligro tan madrileño de que las conversaciones sepulten cuanto acontece en escena. Pero Blake resulta lo bastante estimulante como para que las 1.200 almas no se dispersen. En las guitarras alucinadas de Digital lion se refleja la huella de Brian Eno, la densa e inarticulada Klavierweke invita a una tormenta digital y Retrograde es, en el fondo, una estrofa gospel que va cogiendo cuerpo y solemnidad en cada repetición. Los bises son sensacionales: esa tristísima letanía creciente titulada The wilhelm scream (“No sé de mis sueños / Solo sé que estoy cayendo, cayendo, cayendo, cayendo”) y la versión de A case of you, de Joni Mitchell. James la interpreta solo en escena, con su voz privilegiada y su teclado; sin cables, pedales, bucles ni mandangas. Es la certificación de su arte genuino, de su incuestionable verdad. Tenemos, felizmente, niño bonito para rato.
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