Niños de ruina en un mundo roto
Hemos visto imágenes del genocidio en Gaza, de los cadáveres, la hambruna, la desesperanza, pero en el campo de visión de nuestra conciencia se abre un vacío


El dramaturgo Wajdi Mouawad usa una imagen para explicar los conflictos y arcos narrativos de sus personajes: la hipotenusa. Dos puntos superpuestos, unos sobre el otro, están unidos, todo va bien. Dos hermanos, dos hermanas, un padre y una hija, una madre y un hijo. De pronto, algo ocurre, la traición, la tragedia, el dolor y cada uno de los puntos empieza a trazar una línea y a avanzar en direcciones distintas. Se separan –¿Cómo pudiste? Ya no te reconozco ¡No quiero volver a verte!– y dejan de hablarse. El diálogo está roto, no hay forma de reencontrarse. Ante ellas, solo vacío. Lo único que puede deshacer el odio y encaminarlas de nuevo hacia la paz es un gesto, el trazo de una hipotenusa que salve el abismo.
“Si me hubierais hecho esta pregunta hace dos años, os habría respondido algo completamente distinto, mucho más optimista,” dijo Mouawad el octubre pasado en el patio del CCCB en Barcelona. Le preguntaban por el papel del teatro en el camino hacia la reparación. Hacía un año exacto de los ataques de Hamás y del inicio de un genocidio que añadiría una capa más de crueldad a la larga historia de la ocupación. Antes de eso, habría tenido palabras para la esperanza, pero ese día, 8 de octubre de 2024, Mouawad no las encontraba. “El nivel de injusticia y el sentimiento de humillación son tales que hablar de reconciliación hoy es casi insultante”.
Es decir: la hipotenusa no existe. No hay espacio para ella, no puede ejecutarse el gesto que inicie una reconciliación. La hipotenusa todavía no tiene imagen.
Cuando a Peter Howson, artista de guerra que viajó a Bosnia para retratar el conflicto, le criticaron que en uno de sus cuadros representara la escena de una violación pese a ser algo que él no había presenciado, el artista respondió que su arte no servía para capturar lo que se ve –“no soy fotógrafo, no soy periodista”– sino precisamente aquello que no se ve, lo invisible, lo que ocurre en la oscuridad y que desde nuestra paz e ignorancia no podemos imaginar.
Howson no vio con sus propios ojos a la mujer a la que pinta, agarrada brutalmente por dos soldados serbios. Uno le mete la cabeza en un váter, apoya la mano libre en la pared donde cuelga un retrato familiar, mientras tanto el otro la penetra. Una cuarta figura se asoma desde el pasillo de la casa, quizá un familiar de la mujer, impotente. Lo que Howson sí vio fue a decenas de mujeres y niños hacinados como ganado, y escuchó las historias que le contaban. Sobre cómo el horror había vuelto sus cuerpos del revés, sobre cómo el refugio del hogar había estallado en pedazos cuando la frontera entre el frente de guerra y la domesticidad se había diluido.
Las escenas eran reales, el miedo era real y también lo era el terror que se instaló en su cuerpo. Durante semanas temió que lo despertaran en medio de la noche, “me cortaran las pelotas y me secuestraran”. El trauma ajeno se le hizo un poco propio, le parasitó el cuerpo y la imaginación, y le permitió imaginar aquello que luego pintaría, aunque no lo hubiera visto, precisamente porque no lo había visto.
Hemos visto imágenes del genocidio en Gaza, de los cadáveres, la hambruna, la desesperanza, los bombardeos, las ruinas, los niños y los hombres y las mujeres llorando a sus muertos. Existen imágenes, abundan, circulan y, al mismo tiempo, en el campo de visión de nuestra conciencia se abre un vacío. Gaza es sin imagen, inimaginable. No podemos aprehender la hondura del dolor, hasta dónde llega, qué confines o rasgos o dimensiones tiene. El horror tiene un rostro imposible, de cerca engulle todas las formas y las perspectivas. La nada es absoluta.
El artista gazatí Khaled Hussein perdió toda su obra durante los bombardeos en Rafah. Desde entonces, crea esculturas con cascotes y desperdicios. Es sobrecogedora la pieza de dos bebés unidos por una especie de parrilla de acero, a uno le falta una pierna y el otro solo tiene cabeza, pero lo más sobrecogedor no es la pieza en sí sino la forma en que dialoga con su entorno: antes de destruirla –como hace ahora con todas sus obras–, Hussein la colocó sobre los restos de una casa bombardeada. Dos niños de ruina en un mundo roto. También la artista Ruqaia Alulu perdió sus pinturas. Dice que, más adelante, reconstruirá su estudio y seguirá pintando para dar imagen a Palestina y a sus cicatrices. Ahora, sin embargo, “no quedan colores”. Están todos bajo los escombros.
Las imágenes de lo invisible –aquello a lo que Howson se refiere cuando habla de pintar lo que no se ve: el trauma, la disolución de todas las formas y límites, el horror dentro de uno mismo, las heridas heredadas cuyas consecuencias somos incapaces de medir– existen en Gaza aunque todavía no puedan representarse. Anidan en las esculturas que nacen para ser destruidas, en las pinturas que de momento solo viven en la cabeza de su autora. Anidan en Palestina y fuera de ella, en las protestas que toman las ciudades alrededor del mundo para lanzarle un grito al negro fondo de la nada –la imagen inimaginable–, esperando que el eco resquebraje la oscuridad. Entre todas, construyen la narrativa que vendrá, la palabra futura, el gesto esperado. De ahí saldrá también el primer trazo de la hipotenusa. Todavía es demasiado pronto, demasiado terrible, y sin embargo sigue siendo necesario pensar en esa línea invisible.
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