Quién teme a la señora Dalloway
Con su trama escueta, la novela de Virginia Woolf, que cumple 100 años, explora la frustración y las expectativas, el amor y la soledad, la alienación y la conciencia del paso del tiempo


En 2025 se cumplen 100 años de la publicación de La señora Dalloway, que Michael Cunningham ha descrito como “la novela que dividió el átomo”. En los apuntes que tomaba mientras la escribía, Virginia Woolf señalaba que estaba segura de haber descubierto, a los 40 años, la forma de empezar a decir algo con su propia voz.
Esa voz es hipnótica, lírica, musical y perspicaz, precisa y a veces deliberadamente entrecortada, llena de recovecos y matices. Define un carácter en un gesto o una frase, y posee una capacidad vertiginosa para acceder al interior de personajes centrales y periféricos. La novela tiene una trama escueta: un día de junio de 1922, Clarissa Dalloway, una mujer de clase alta londinense de 51 años, hace unos recados, ve a un viejo pretendiente y celebra una fiesta en casa. Se encuentra con gente, descansa un rato, sufre un desaire. El libro muestra un panorama de Londres, del cambio cultural y urbano, de las secuelas de la Primera Guerra Mundial; contiene una crítica del “sistema social”, con observaciones sobre los roles de hombres y mujeres y su relación con la política. Explora la frustración y las expectativas, el amor y la soledad, la alienación y la conciencia del paso del tiempo.

Woolf había reflexionado, particularmente en el ensayo Modern Fiction (1919), sobre cómo debía responder la narrativa a una experiencia y un tiempo diferente. Las estrategias de la literatura inmediatamente anterior no le parecían adecuadas; buscaba algo que fuera más allá del “materialismo”. “La vida no es una serie de lámparas de gas dispuestas simétricamente; la vida es un halo luminoso, una envoltura semitransparente que nos rodea desde el inicio de la conciencia hasta el final. ¿No es tarea del novelista transmitir ese espíritu cambiante, desconocido e ilimitado —sean cuales sean las aberraciones o complejidades que muestre— con la menor mezcla posible de lo ajeno y lo externo?”, escribía. La señora Dalloway también está influida por la lectura de los clásicos griegos y recupera las unidades de tiempo, lugar y acción. Mientras redactaba, Woolf leyó a Proust; la novela se ha interpretado como una respuesta al Ulises de Joyce.
El reto era técnico y temático. “Todo es materia propia de la ficción: cada sentimiento, cada pensamiento; se recurre a toda cualidad de la mente y del espíritu; ninguna percepción resulta inoportuna”, había escrito en Modern Fiction. El asunto principal es la vida interior de un grupo de personajes, con un mosaico de flujos de conciencia, pero La señora Dalloway también muestra la vida urbana y los aledaños de la política (el marido de Clarissa es miembro del Parlamento del Partido Conservador). No cuenta los grandes acontecimientos, aunque sí sus consecuencias; construye sus mecanismos reinventando los tradicionales. Como ha escrito Jeanette Winterson, un forastero llega a la ciudad. El forastero es Peter Walsh, un tanto patético, insatisfecho y marcado por su fracaso con Clarissa (ahora está enamorado de una mujer casada); su regreso de la India establece el tono para el examen vital de otros personajes. Como ha destacado Hillary Kelly, puede leerse como una novela sobre la mediana edad.
“Todo es materia propia de la ficción: cada sentimiento, cada pensamiento; se recurre a toda cualidad de la mente y del espíritu; ninguna percepción resulta inoportuna”, había escrito en Modern Fiction
Clarissa, que acaba de cumplir 51 años, ha escogido una vida más o menos cómoda, quizá a expensas de la emoción. Se siente “muy joven; a la vez indeciblemente vieja”. Ha estado enferma. Piensa que “hay algo vacío alrededor de la vida, la estancia de un ático. Las mujeres deben despojarse de sus ricos atavíos… Su cama se volvería más estrecha”. En palabras de Elaine Showalter, “siente que debe renunciar a su yo sexual y físico, resignarse a la soledad y a la contracción gradual de su mundo social”. Se ve “marchita, avejentada, sin pechos”. En otra época, esta mujer más bien convencional fue bastante distinta: recuerda, además de conversaciones con Peter, su fascinación adolescente (y un beso, “el momento más exquisito de toda su vida”) con la idealista y rebelde Sally Seton (que aparece, por sorpresa, en la fiesta).
Aunque Clarissa es el personaje central, y el más interesante por su combinación de frivolidad y seriedad, de melancolía y entusiasmo, su desconcierto es compartido. Sin duda, por Peter Walsh, pero también por el marido fiable aunque más bien insulso de Clarissa, Richard, que intenta decirle que la quiere pero solo es capaz de comprar unas flores. Virginia Woolf, que conocía bien la enfermedad mental, consideraba que el personaje de Septimus Warren Smith tenía algo de doble de su protagonista. Smith padece lo que ahora llamaríamos síndrome de estrés postraumático, tras combatir en la Primera Guerra Mundial. No es capaz de comunicarse con los demás. Está atrapado; los tratamientos son ineficaces. La señora Dalloway no lo conoce cuando se entera de su suicidio, pero conecta con él a su estilo contradictorio y sinuoso. Si el libro pasa con elegancia asombrosa del pasado al presente y al futuro, también cuenta cómo Clarissa concluye que la vida está en el presente. Muestra el gozo del momento y describe cómo existimos, de manera poliédrica y perturbadora, en la mente y el corazón de los otros.
Daniel Gascón es escritor y editor. Su último libro es el ensayo ‘El golpe posmoderno’ (Debate).
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