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tribuna libre
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tanto amor que no parezca una extinción

Moldeados por las ansias de juntarnos al otro, construimos mitos alrededor de las noches tórridas a lo largo de siglos

Parejas en una discoteca italiana en 1989.
Azahara Palomeque

El verano siempre me evoca el amor. Quizá porque mis primeros escarceos románticos se despertaron durante esta estación, y fue en una feria de San Juan donde una vez se inició el idilio que acabó por durar las intermitencias de varios años, a medida que el sol evapora los arroyos y el sol inflama los campos, presagio desatándose de unos fragores incontenibles que ya forman parte de nuestro imaginario colectivo y regresan, puntuales a su calendario, devolviéndonos las filigranas del recuerdo, o bien renovadas intenciones libidinosas. “Cuando llega el calor, los chicos se enamoran” —entonaban Sonia y Selena dos décadas atrás—, como si todo fuese a desvanecerse a partir de las primeras hojas rojizas, luego caídas del árbol. Tal vez, al fin y al cabo, seamos presas de unos ciclos naturales que afectan igualmente a otros animales: la mayoría de las aves extienden sobre los meses estivales su temporada de apareamiento, la cual comienza normalmente en primavera: palomas torcaces, gorriones, gaviotas… se recrean, sin saberlo, en las habilidades reproductivas y de crianza. Y nosotros, criaturas moldeadas asimismo por las ansias de juntarnos al otro, reacción hormonal a la luz, vamos construyendo mitos alrededor de las noches tórridas, a lo largo de siglos.

Quién no se acuerda del dilema que sostiene Grease (1978): cómo Danny y Sandy deben enfrentarse a la cotidianeidad escolar cada día después de haber vivido una aventura destinada a apagarse tras el fin de las vacaciones. El desencadenante de Lucía y el sexo (2001), la célebre película de Julio Medem, fueron los fervientes devaneos que surgen en Formentera. Y en el clásico de Ingmar Bergman Un verano con Mónica (1953) se constata que lo que el periodo más cálido otorga, también lo arrebata cuando éste escribe su punto final. Hemos crecido contemplando escenas en las cuales el erotismo se imbrica con los afectos y la quebradura de las rutinas, mientras el tiempo se vuelve un paisaje extenso, libre de las tiranías laborales o estudiantiles. Si no trabajásemos, una podría pensar que nos enamoraríamos a diario, hasta de la misma persona, evitando el mal que mató los lazos entre Mario y María en la canción de Mecano Cruz de navajas (1986): el somier taciturno que usar por turnos podría haberse transformado en la cama que “suena y suena” de Karol G; aunque hay quien comenta los rumbos erráticos que van labrando el cariño y el cuerpo desvinculados, cada uno en dirección a un vacío opuesto, en una época tecnológica tan deshumanizada.

Si no trabajásemos, una podría pensar que nos enamoraríamos a diario, hasta de la misma persona

Algunas encuestas afirman que los jóvenes mantienen relaciones sexuales con menos frecuencia que las generaciones anteriores, sumándose a las causas inciertas barajadas el mayor individualismo —avivado por los teléfonos—, la abulia de los días, o las ansiedades que apuntala esa sensación de futuro inexistente. Pero, si vamos perdiendo el retozar entre los brazos de alguien y apenas nos relacionamos con nosotros mismos, ¿no estaremos cayendo en el automatismo más solipsista, encerrando las anatomías en el eco de sus propios pliegues, deshabitándonos de voces y dependencias compartidas? Entre las flores que se compra Miley Cyrus —“I can love me better”— y las locuras sin medida, los dedos prendados de la piel que rellene los huecos en el amarre y ofrezca desahogo a las uñas; entre la obsesiva impaciencia en torno al teléfono que espera la llamada del amante, como en el diario de Annie Ernaux Pura pasión (1993), yo creo que me quedo, si me dan a elegir, con esto último. Porque siempre fuimos un poco súbditos de la trabazón que se genera cuando las chispas nacen. Como señalaba el perspicaz Arcipreste de Hita allá por el siglo XIV: “Desde que fue llegado Don Amor el lozano / todos, hinojos hincados, besáronle la mano”. ¿Quién podría resistirse? A ser algo más que una habitación solitaria forrada de espejos.

Hace años que me pregunto por el futuro del amor como la huella que descifre los síntomas de nuestra civilización. Si se analiza arqueológicamente, con lupa y mucha paciencia, se hallará la marca de un camino o los restos de un naufragio. Para el filósofo Jorge Riechmann, “una crisis de atención es una crisis de amor”, pero también lo es una de salud pública, una extinción o una guerra, por mucho que, entre las grietas, logren brotar pequeñas reparaciones del daño. De hecho, tan preocupante es la desaparición del amor como consecuencia de que se acaben las circunstancias que lo propulsan, como su uso exclusivo en la desesperación a modo de cuidados paliativos; de forma semejante a lo que está ocurriendo con la amistad, según las enseñanzas de Marina Garcés: es decir, sin ser ya la sombra de lo que antaño fue, apenas un salvoconducto al consuelo, cuando no se haya convertido en sucedáneo compulsivo de orificios mediante las múltiples líneas de fuga que ofrece la pornografía. Pero eso no es amor; quizá ya no seamos ni capaces de convocarlo: “Yo quisiera enamorarme, pero no puedo” —canta Bad Bunny—. Entonces sí que habríamos confirmado la capitulación de una era que conseguía albergar las vicisitudes íntegras de lo humano, las simbiosis más desinteresadas con quienes somos, dotándonos de sentido.

Ojalá la calentura de estos días rompa esas inercias y, en mitad de las suspensiones temporales, las tormentas y el mar, surja ese intercambio cómplice de miradas, como si no nos hubiesen robado aún la plenitud más digna.

Azahara Palomeque es periodista y escritora. Su último libro es la novela ‘Huracán de negras palomas’ (La Moderna).

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