Morirse de tristeza
Feliza Bursztyn, cuya vida rastrea Juan Gabriel Vásquez en su último libro, se desplomó a media cena y quizá fue un infarto, o quizá el desconsuelo, como explicó García Márquez, o quizá el precio por la libertad de pensamiento


Ninguna novela, por genial que sea su autor, se escribe solo con la cabeza. Lo decía Virginia Woolf: no se puede pensar bien si no se ha cenado bien. Espacio mental, sí, pero también espacio físico, un sitio donde caerse muerto y también un sitio donde ponerse en pie. Estos días, una de las novelas más elogiadas del mundo y, podría decirse, una de las más geniales, Cien años de soledad, cumple 58 años. Algo sabía Gabriel García Márquez de caerse muerto y ponerse en pie a duras penas. Cuando terminaba la escritura del manuscrito, la casa en la que vivía con su esposa y sus hijos recibió una llamada. Descolgó ella. Mercedes Barcha tapó con la mano el auricular del teléfono y le susurró a su marido: “¿Cuánto te falta para terminar la novela?”. Él respondió: “Seis meses”. Al otro lado del aparato, su casero la oyó decirle que, además de los tres meses de alquiler que le debían, necesitaban que les fiara seis meses más. “¿Y al séptimo me pagan? ¿Tengo su palabra?”.
El resto es historia. García Márquez hizo su parte para que Barcha pudiera cumplir su palabra, e hizo algo más, parió una novela que supuso el fin del abismo abierto entre pensar y cenar, entre el espacio mental y el espacio físico. Se acabó el pasar hambre para escribir y se acabó el sacrificar la escritura para alimentar a los hijos. Cien años de soledad se publicó en 1967, en una primera tirada de 8.000 ejemplares que se agotaron en un mes, y otras siete ediciones en solo el primer año. Casi 60 años después, se han vendido más de 50 millones de ejemplares en todo el mundo.
También en París, una década antes, vivió García Márquez un milagro habitacional parecido (lo que hoy nos parece un milagro). La propietaria del hotel en el que alquilaba una habitación le perdonó el alquiler cuando él se quedó sin ingresos. No le echó, lo movió a una buhardilla en el séptimo piso, donde García Márquez se dedicaba a escribir, al fin, “sin que nadie me jodiera”. Varias veces al día, bajaba los siete pisos sin ascensor y miraba el buzón para ver si algún amigo le había mandado algo de dinero prestado. Con las manos vacías, encaraba la ascensión: subía los siete tramos de escaleras y añadía una página más a la novela en la que trabajaba. Era El coronel no tiene quien le escriba.
Un autor son muchas cosas. En primer lugar, la genialidad propia, capaz de invocar mundos vivos, deslumbrantes y dotados de autoridad literaria. Un autor es la justicia de su reino, creador y defensor de cada palabra y cada silencio. Es indudable que Cien años de soledad es producto de la gracia y del trabajo de García Márquez, pero también es cierto que, al menos en parte, una parte menor, modesta y poco vistosa, pero no despreciable, la novela debe su existencia a esos nueve meses de alquiler fiado.

En el mismo París de García Márquez, ese París de frío, añoranza y extranjería, vivió otra creadora colombiana, la artista Feliza Bursztyn, en dos momentos de su vida. A finales de los cincuenta, donde encontró frío, sí, pero —gracias a los recursos económicos de su familia— también pasión, arte y un lugar al que pertenecer, al menos brevemente: las aulas de la Académie de la Grande Chaumière. La segunda vez que vivió en París, en cambio, lo hizo en el exilio y la pobreza, dejando atrás Bogotá y sus esculturas de chatarra, que nunca vencieron la reticencia de críticos conservadores ni se deshicieron de la sospecha que el Gobierno albergaba hacia su autora; por unos y otros se vio obligada a huir de Colombia, sin terminar de entender muy bien cómo ni por qué.
Lo cuenta Juan Gabriel Vásquez en Los nombres de Feliza (Alfaguara), una investigación literaria que avanza tras la estela de una única certeza, una frase escrita, precisamente, por Gabriel García Márquez en una columna de 1982: “Feliza Bursztyn, exiliada en Francia, se murió de tristeza”. Mercedes Barcha y él volvían a estar en París, se habían reunido con Bursztyn, su marido y otros amigos para cenar. Era principios de enero, una noche gélida, y el encuentro pretendía insuflar un poco de vida y otro poco de calor al invierno de los que añoran su casa, siempre más cálida y apacible en el recuerdo. Bursztyn se desplomó a media cena y quizá fue un infarto fulminante o quizá la tristeza o quizá, también, el tiempo que puede un cuerpo aguantar la desposesión —de casa, de abrigo— antes de caer.
Hace 40 años, una artista murió de tristeza por haber sido arrancada de cuajo del único lugar del mundo en el que podía vivir. Sus pasos se solaparían más tarde con los de un joven Vásquez que, buscando su propia autoría, sumergido en las palabras de quienes ya lo habían logrado (ser escritores, vivir de ello), leería sobre su final en un libro de artículos de García Márquez. Una sucesión de encuentros a destiempo entre autores vivos y muertos hizo que la historia de Feliza Bursztyn pasara a engrosar una memoria colectiva, una memoria que habla de poder y de represión, de pagar un precio demasiado alto por la libertad de pensamiento, pero también de las condiciones materiales que atraviesan las vidas de los creadores; una memoria que engloba los éxitos y los milagros, las búsquedas y las incertidumbres, y las tragedias.
Los nombres de Feliza. Juan Gabriel Vásquez. Alfaguara, 2025. 288 páginas. 18,91 euros.
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