Counting Crows nunca encajaron en ningún lugar
Ya muy lejos de sus superéxitos de los noventa, el grupo estadounidense regresa con un nuevo álbum que suena como si el tiempo no hubiera pasado


Cuando el año 2008, Adam Duritz confesó que padecía un trastorno disociativo, que lo había padecido desde niño, que la despersonalización y la desaparición de recuerdos —y la consecuente alternancia entre personalidades; aquello que eres tú cuando lo recuerdas todo, y aquello que sólo está hecho de pedazos de ti— le habían impedido encajar, confesó también que la música había sido su refugio desde pequeño. No tenía amigos, pero tenía los discos de sus padres, y luego sus propios discos —The Beatles, The Supremes, Fifth Dimension, Santana, Prince, y, por supuesto, REM — y luego estaban los conciertos —el primero al que acudió, de adolescente, fue uno de los Jackson 5—, y las revistas. Lo leía todo. Lo sabía todo. A los 14 cantó y tocó el bajo en una banda con la que actuaba en los bar mitzvá de sus conocidos. Pero jamás pensó que podía dedicarse a escribir canciones. Hasta aquel día en clase de química.
Tal vez se pregunten cómo se convierte alguien en la persona que está destinada a ser. Les diré que nadie se convierte en nada que no haya estado ahí desde el principio. Así que si se pregunta qué podría haber estado destinado a ser —en el caso de que crea que no está en el lugar correcto— pregúntese qué disfrutaba, de verdad, haciendo de pequeño. ¿En qué consistía su vida cuando podía consistir en cualquier cosa? Cormac McCarthy diría que nuestro “pasajero” —lean, no lo duden, su última novela en dos partes, es algo apasionante y filosófico en un sentido tan íntimo que es capaz de verles por dentro—, ese yo interior que se comunica con nosotros a través de los sueños, y de aquello que somos capaces de crear, irracionalmente —novelas, canciones, lo que se les ocurra mientras contenga algo, una parte de su alma—, no hace más que darnos pistas. Las pistas que recibía en ese sentido el del líder de los en otro tiempo totémicos Counting Crows estaban claras.
Pero volvamos a la clase de química. Adam Duritz está en la universidad. La universidad es la Universidad de Berkeley. Es aún su primer año. Y está distraído. Pero ¿lo está en realidad? No. Está escribiendo su primera canción. Pero no la escribe en ninguna parte, la memoriza, y le añade una melodía, y la protagonista es su hermana Nicole, que por entonces tiene 16 años y no está pasándolo nada bien en el instituto. Tal vez el instituto sea el instituto de Berkeley en el que coincidieron, de estudiantes, Philip K. Dick y Ursula K. Le Guin. Quién sabe. El caso es que la clase termina, y Duritz sale y corre hasta su residencia y se pone a tocar el piano que hay en una sala común. No ha tocado nunca un piano. Pero ahí está. Componiendo. Cierra la puerta, y ya no vuelve a clase. Cuando anochece, tiene lista su primera canción. “Creo que la transición de niño a adulto consiste en eso. Dar con aquello que vas a ser. Yo di con ello aquel día”, dijo en una ocasión.
Adam Duritz no entiende cómo pasaron de hacer el disco más vendido desde el Nevermind de Nirvana a eso que son ahora: algo obviable
Aquello era “escribir canciones”. Y no sólo eso. Era, también, crear un sonido. Porque rebobinen hasta 1993, el año en que se publicó el primer disco de Counting Crows. Oh, puede que quieran saber de dónde viene el nombre. Quizá se lo pregunten, o quizá lo sepan ya. Es un verso de una canción infantil titulada One for Sorrow en la que se cuentan cuervos para saber si vas a tener buena o mala suerte. El propio Duritz la transforma en un amuleto expresionista —esa voz, y su manera de habitar cada canción, como si la canción pudiese no llegar a acabarse nunca, permanecer cantándose para siempre, disparándose a todo tipo de lugares conocidos— en el tema que cierra August and Everything After, ese primer disco de 1993, A Murder of One. ¿Que cómo había sabido Duritz de ella? Por Mary-Louise Parker. Por entonces salían juntos, y ella acababa de estrenarse como actriz en una película, Señales de vida, cuyo centro era precisamente dicha canción infantil.
Entonces, 1993. En pleno auge —y aún inesperada caída— del grunge, un puñado de casi treintañeros de la Costa Oeste, apostaban por una americana soul, o un alt county pop, o un indie folk rock, que invocaba una libertad old style —no puedo evitar pensar en Janis Joplin— que sólo imprime personalidad: recuerdo escuchar de principio a fin durante horas, y días, This Desert Life, su tercer disco (1999), el álbum que contiene Mrs. Potter’s Lullaby, la canción que dio nombre al famoso personaje de mi novela, y preguntarme cómo era posible que un disco grabado en estudio en directo en casi el siglo XXI sonase a algo que parecía haber estado ahí desde el principio. La obsesión de la banda por una producción que consiste en desproducir, es decir, en sonar a aquello que suenan como banda, me fascinaba, como también yo entonces integrante de una banda, en un momento en el que esas cosas habían dejado de ocurrir.
¿Lo mejor? Que hoy sigue ocurriendo. Lo que más llama la atención de Butter Miracle. The Complete Sweets!, su costoso y esperado octavo disco, publicado en medio de una relativa indiferencia —es el primero desde 2014, y desde el fin de su relación con Geffen, y la idea en sí de la discográfica como nave nodriza—, es que Under The Aurora parece directamente salido de una de esas sesiones en las que —One, two, three, four...!— se edificaba Hanginaround, o la mismísima Mrs. Potter’s Lullaby, porque nada ha cambiado en todo este tiempo, a menos que la crítica cuente. “Nunca dejamos de hacer lo que queríamos, y por eso los discos suenan hoy tan auténticos”, le dijo a Rick Beato, el veterano músico y youtuber, hace poco. Duritz nunca entendió cómo pudieron pasar de ser los responsables del disco que más rápido se había vendido en Estados Unidos desde el Nevermind de Nirvana (1991), a eso que son ahora. Algo así como instantáneos viejos conocidos. Algo obviable. Cree que es porque, como él, nunca encajaron en ningún lugar.
Su vuelta, después de 11 años —estuvieron a punto de no volver, Duritz creía que no era capaz de componer nada bueno, el mismo tipo que, siendo universitario se pasó años escribiendo canciones día y noche hasta tener “toneladas” de ellas—, es también la vuelta a todo aquello que, dice, no estaba tan claramente en Mr. Jones, su mayor éxito con diferencia, como en Round Here, la canción que surgió improvisadamente —letra incluida— en una jam y se convirtió en aquello que “exploramos cada vez”, como si en vez de un tema, Round Here fuese un mapa. El mapa que les devuelve a ese sonido único que crearon y triunfó, y que luego fue, y continúa siendo, extraña y misteriosamente, ignorado.
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