Fischer-Dieskau, el cantante omnímodo
En el centenario de su nacimiento, el sello Warner reúne todas las grabaciones de canciones del barítono alemán, cuya voz y personalidad marcaron la historia de la interpretación musical en el siglo XX


“Nada que sea susceptible de ser cantado me es ajeno”: bien podría haber sido este el lema que guio la vida de Dietrich Fischer-Dieskau, nacido en Berlín hace justo un siglo y añorado por todos desde su muerte en 2012, un año cruel para el mundo de la música, que se llevó a también a Gustav Leonhardt, Elliott Carter, Hans Werner Henze y Charles Rosen. El barítono alemán ha sido probablemente el artista clásico con una discografía más copiosa (secundado de cerca por su gran amigo Daniel Barenboim), lo que atenúa no poco el dolor de su ausencia. Fue un superdotado y, sin embargo, a lo largo de su extensísima carrera nunca dejó de progresar. En sus últimos años en activo, su voz acusó irremediablemente, por supuesto, el paso del tiempo, pero la sabiduría con que la utilizaba era cada vez mayor. Cuando lo escuchó cantar por primera vez en directo la gran soprano Lotte Lehmann, en Londres a mediados de los años cincuenta del pasado siglo, no podía contener su asombro: “Pero bueno, ¿qué hemos estado haciendo nosotros todos estos años sobre el escenario si este joven ya lo sabe todo?”. Fischer-Dieskau era entonces tan solo un veinteañero, aunque sus maneras eran las de un maestro de una profesión que requiere tiempo, rodaje y constancia como pocas. Él contó siempre, además, con una aliada imbatible para lograr madurar antes que nadie: una inteligencia desmedida. Dan fe de ella no sólo cualquiera de sus grabaciones, sino también los muchos —y sesudos— libros que escribió: lo sabía todo sobre cada canción, cada compositor, cada poeta, cada contexto histórico. Su voz privilegiada y un instinto certero como pocos se encargaban del resto.
Al calor del centenario de su nacimiento, Warner reedita ahora en una caja de 79 discos todas las grabaciones de canciones aparecidas a lo largo de más de cuatro décadas en los sellos HMV, EMI Electrola, Teldec y Erato, una recopilación absolutamente complementaria de la que publicó hace tres años Deutsche Grammophon, que contenía más de un centenar de discos. Una y otra –dos hemisferios de un mundo perfecto– harían feliz de por vida de por vida a cualquier náufrago en una isla desierta. El repertorio es amplísimo y abarca de Henry Purcell a Aribert Reimann, fallecido el año pasado y un fiel acompañante de Dietrich Fischer-Dieskau, especialmente en sus últimos años y en los repertorios más modernos (Schönberg, Berg, Eisler, Fortner o Blacher).
Otros pianistas habituales del cantante (Jörg Demus, Karl Engel, Wolfgang Sawallisch, Daniel Barenboim, Sviátoslav Ríjter, Hartmut Höll) están también presentes con desigual frecuencia en la caja de Warner, aunque el más ubicuo es Gerald Moore, que en sus memorias reflexiona en voz alta sobre lo que muchos otros se han preguntado: “Si tuviera que explicar dónde radica el quid de la supremacía de Fischer-Dieskau, que lo sitúa aparte de cualquier otro cantante, lo diría con una sola palabra: el ritmo. Es el alma misma de la música y él es un maestro del ritmo. (...) Su libertad y elasticidad se hallan influidas no sólo por las palabras que está cantando, sino por una intensidad de sentimiento provocada por la propia música. (...) Permítaseme expresarlo sin rodeos: no puedo pensar en una sola canción que cante Fischer-Dieskau en la que mantenga estrictamente el tiempo en todo momento”.
Su grandeza radicó en su dicción natural y pura, y también en su profunda exégesis de los textos
Entre las joyas de la reedición de Warner se encuentran ocho discos tempranos dedicados íntegramente a Franz Schubert, incluidos los ciclos Die schöne Müllerin y Winterreise, con Moore al piano como el cómplice perfecto. Fueron grabados a lo largo de una década (1951-1961) y la progresión del joven cantante fue meteórica. Su Erlkönig (de octubre de 1951) está lleno de buenas intenciones para plasmar las cuatro personas poéticas de la balada de Goethe, pero la interpretación adolece aún de cierta rigidez y artificio, que han desaparecido por completo en otra grabación de mayo de 1958. Pero tres años antes, las mejores virtudes del barítono son ya perfectamente reconocibles en “Im Abendrot”, en la que el tiempo se suspende y que nos llega como un largo susurro al oído en una media voz de una tersura incomprensible. Los mismos pianissimi reaparecen en “Der Wanderer” (septiembre de 1957), donde Fischer-Dieskau traduce la permanente desubicación del errabundo con ese tempo inestable, siempre oscilante, al que se refería Moore.

Hay causas que hizo suyas y que defiende con una inmensa capacidad de convicción: Hugo Wolf, que se agiganta (a pesar de su escasa estatura) cuando él y Moore revelan toda su complejidad; Felix Mendelssohn, a menudo infravalorado como liederista; Gustav Mahler, en una integral de referencia con Daniel Barenboim, unos juveniles Lieder eines fahrenden Gesellen con Wilhelm Furtwängler o una selección insuperada de Des Knaben Wunderhorn con Elisabeth Schwarzkopf y George Szell; Hans Pfitzner, un compositor al que tendemos a vilipendiar por sus ideas políticas, pero que creó canciones milagrosas; Carl Loewe, cuyas baladas son literatura viva en la voz de Fischer-Dieskau; o el mismo Ludwig van Beethoven, al que se enfrentó nada más comenzar su carrera con resultados extraordinarios. Las cuasiintegrales de Brahms o Richard Strauss no han abandonado la cima desde el día en que vieron la luz. Y tres recitales salzburgueses con Gerald Moore (1962-1964), sin las trampas ni los cartones del estudio, dan fe de lo que Barenboim ha llamado la “intimidad y sinceridad” sobre el escenario de quien calificó de un “intérprete revolucionario”.
Aunque se juntara con los más grandes (Schwarzkopf, Janet Baker, Victoria de los Ángeles, en dos recitales memorables con Gerald Moore y Daniel Barenboim), la figura descollante, el referente principal, era siempre él: el Zeus, o el Wotan, de los cantantes de su tiempo. Aun cuando su voz ya acusaba evidentes limitaciones, su comunicatividad, su capacidad de trascender palabras y música, seguía siendo portentosa. Un ejemplo conmovedor es el Notturno de Othmar Schoeck, una de las cimas de la música de cámara con voz de todos los tiempos, en el que Fischer-Dieskau, con su hijo Manuel como violonchelista del Cuarteto Cherubini, nos permite al final ascender con él con su milagroso falsete hasta esa “poderosa constelación de los germanos” del poema de Gottfried Keller.
La grandeza del barítono berlinés radica también, por supuesto, en su dicción, de una naturalidad y una pureza inalcanzables, y, no menos crucial, en que no se limita a interpretar la música, sino que siempre incorpora una profunda exégesis de los textos: reímos y lloramos con él, sentimos las punzadas de la soledad extrema y el desamor, o el éxtasis del placer físico y la dicha plena en una enciclopedia virtualmente inagotable de las emociones humanas. Por ello sirven también para el cantante que ahora sería centenario las palabras que escribió Eduard von Bauernfeld sobre su amigo Franz Schubert, el más fiel compañero de la carrera de Fischer-Dieskau: “Un hombre que entiende así a los poetas es, también él, un poeta”.

Lieder y canciones completas
Warner Classics. 79 CD.
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