El lugar en el mundo de Francisco: las huellas del Papa en el barrio de Flores y la despedida de sus vecinos
El distrito de Buenos Aires donde Bergoglio nació y vivió hasta su juventud concentra homenajes al pontífice fallecido


Uno de los escritores preferidos del papa Francisco, él siempre lo dijo, fue Leopoldo Marechal, el autor de una novela central para la literatura argentina, Adán Buenosayres (1948), y, entre otras obras, de unos versos repetidos como clave de pensamiento y acción: “¿Cómo salir de la noche doliente? [...] En su noche toda mañana estriba: de todo laberinto se sale por arriba”. La salida del laberinto, que es la búsqueda de un destino propio, Jorge Bergoglio la vislumbró en Flores, el barrio del oeste de Buenos Aires donde nació, donde jugó como un niño y vivió su primera juventud, donde escuchó el llamado divino. En las calles de ese barrio que hoy es el mismo y es otro su nombre ya está escrito en piedra. Y allí, desde este lunes, tras la muerte de Francisco, vecinos y creyentes ofrecen las muestras más sentidas de homenaje a su memoria.
“Vuelvo con la mente a aquel 21 de septiembre de 1953″, recordó Bergoglio en el libro Vida (2024), producto de sus conversaciones con el periodista Fabio Marchese Ragona. “Había salido a toda prisa de casa, tenía que alcanzar a mis amigos en la estación para ir a la Fiesta del Estudiante. Pasé por delante de la basílica de San José de Flores, a la que iba desde que era pequeño, y de repente sentí la necesidad de entrar y de saludar al Señor”. Adentro se confesó con un sacerdote desconocido. “Durante aquella confesión, ocurrió algo extraño que cambió realmente mi vida: sentí el estupor de haberme encontrado de pronto con Dios. Estaba allí, esperándome; se me había adelantado”. La fiesta había terminado para él antes de empezar. “Estaba abrumado”, contó, “sentí la necesidad de ir corriendo a casa y quedarme a solas, en silencio”.
Jorge Bergoglio tenía entonces 17 años y pocos meses después empezaría el derrotero de su formación eclesiástica, el sacerdocio que lentamente lo alejaría de su barrio. La casa familiar de donde había salido y a la que volvió aquel 21 de septiembre, el Día del Estudiante en Argentina, estaba a escasos 900 metros de la iglesia, sobre la calle Membrillar al 500. Una placa colocada en 2013 identifica el lugar que perdió su fachada original: “En esta casa pasó su infancia el Papa Francisco”, dicen las letras talladas en mármol blanco. Ahora, en el frente de la vivienda, sobre la vereda, ramos de flores, velas encendidas y grupos de personas se reúnen en una despedida silenciosa.

“Siento mucha tristeza”, murmura Mirtha, una vecina de 62 años. “Francisco era un hombre bueno y muy humilde”, dice con voz tenue, apenas audible. “Mi nuera siempre me contaba que lo veía tomarse el subte como cualquier persona”. Agustín, un comerciante de 36 años, destaca el vínculo de Bergoglio con Flores: “Nunca se olvidó de su origen en nuestro barrio. Fue un guía, el que nos mostró un camino para la paz”, dice. El clima afligido se rompe cuando pasa caminando alguna persona que desconoce el motivo de la pequeña aglomeración. “¿Quién vivía acá, el loco Gatti?”, pregunta un hombre que no reprime su curiosidad ni su ignorancia. Su confusión con el arquero fallecido el domingo pasado se gana un comentario despectivo y miradas contritas.
En la esquina, una plazoleta de forma triangular atestigua también el paso infantil de Francisco. “En esta plaza se reunían los niños del barrio. Aquí Jorge M. Bergoglio corría tras la pelota con sus amigos. Eran tardes de juegos, encuentros y amistad”, reza una placa circular de metal, instalada entre los adoquines del suelo. Es una tarde templada y soleada, pero hoy no hay chicos jugando, solo adultos paseando a sus mascotas.
Cerca de allí, a unos 10 minutos caminando, sobre la calle Varela al 200, está la casa donde Francisco nació el 17 de diciembre de 1936 y donde vivió con su familia hasta los cinco años. No hay flores ni velas en el frente, pero lo confirma otra placa de mármol y el trabajo de algunos fotógrafos que se afanan en busca de una imagen alusiva, mientras los transeúntes pasan inadvertidos y unos pocos se persignan. La puerta cerrada conduce a un pasillo por el que se accede a diferentes viviendas, lo que en Buenos Aires se conoce como un PH (propiedad horizontal).
La iglesia del barrio, la basílica de San José de Flores, fue el epicentro de la despedida porteña al pontífice. Desde la mañana del lunes, la presencia de los fieles multiplica a la de cualquier otro día y por la noche se vuelve multitudinaria en una misa convocada para “orar por el eterno descanso de Francisco”. Antes de llegar al altar, una foto rodeada de velas lo recuerda. Como la placa dorada montada sobre el reclinatorio de madera: “En este confesionario, el 21 de septiembre de 1953 un joven Jorge Mario Bergoglio siguió el llamado de Dios para ser sacerdote”, dice.

Al pie de las trajinadas escalinatas de la iglesia, sobre la avenida Rivadavia, un vendedor ambulante ofrece banderas con los colores vaticanos y un retrato del Papa: cuestan 8.000 pesos (poco más de siete dólares). La mayoría de los que entran y salen de la basílica son personas adultas, de más de 50 años, la mayoría son mujeres. Las caras serias y apenadas no transmiten angustia. La edad del Papa y sus recientes problemas de salud quizá moderaron el impacto de su muerte. “Estamos tranquilos porque él era muy creyente y ahora debe estar con Jesús”, dice Héctor, un jubilado de 76 años. A su lado, su esposa asiente, en silencio.
“Francisco quería mucho a esta basílica, era su casa, su raíz, su historia”, asegura Martín Bourdieu, el párroco de la iglesia, él mismo ordenado sacerdote por Bergoglio. Mientras fue arzobispo de Buenos Aires, antes de ser llamado al Vaticano, Francisco nunca dejó de visitar la basílica. Y, aunque después nunca volvió a Argentina, la tuvo presente también desde Roma. En 2023, cuando su papado cumplió una década, envió como regalo para la iglesia un cuadro de San José dormido.
El principal legado de Francisco, dice el párroco, es que “hay que mirar a los que más sufren, estar cerca de ellos, es la única manera de lograr la armonía en el mundo”. Un destello de esa armonía posible, el atisbo de una salida del laberinto, el Papa la había entrevisto en su barrio de Flores, una zona que resume los contrastes de Buenos Aires, las calles residenciales y comerciales, las viviendas de clases medias y acomodadas a muy poca distancia de los empobrecidos asentamientos populares. “La etapa en la Vicaría de Flores fue mi mejor momento como obispo”, contó Bergoglio en el libro El pastor (2023), de Francesca Ambrogetti y Sergio Rubin. “No solo porque volví a mi barrio, sino por muchas otras cosas, por ejemplo, el trabajo en las villas de emergencia. Es algo que me gusta mucho junto con confesar, que acaso sea mi sacramento preferido”.
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