Democracia y disrupción digital: retos para la educación superior iberoamericana
Las instituciones formativas no pueden permanecer insensibles a las oportunidades de capacitación en los empleos emergentes y las industrias digitales

El escenario de policrisis y tensiones geopolíticas que experimenta el orden global, y en particular la frágil situación socioeconómica a la que se ha visto abocada América Latina tras la pandemia, enmarcan un diagnóstico ciertamente complejo en materia de educación superior. La disrupción tecnológica en curso —que ya afecta a las labores de cualificación media— está alterando la funcionalidad de los contenidos y formatos de los ciclos formativos, y pone en suspenso las dinámicas de movilidad social ligadas a la educación. La interrupción de los estudios —en todos los niveles— que supuso la pandemia, sumada al retroceso que a su vez implicó en los índices de desigualdad, informalidad laboral, o brecha de género, no hacen sino empeorar dicha valoración. Con todo, sin menoscabo de la gravedad del momento, conviene mantener la vigencia de las principales premisas de la educación superior. Y es que esta sigue constituyendo un factor determinante de crecimiento económico, e innovación, en su labor de impulso de la investigación científica (el origen de la universidad moderna), así como proveyendo a la sociedad de la capacitación técnica imprescindible para incrementar la productividad del capital humano. Volveremos sobre este punto —central— más adelante.
Recuperemos de momento algunos datos de la “vuelta a la normalidad”, incluso de optimismo, en Latinoamérica. Para empezar, la cifra de matriculados en la educación terciaria no ha dejado de aumentar y ha superado los treinta millones en 2022, ocho más que en 2014, y casi tres veces más que el volumen que se registró a principios de siglo. Además, tal “democratización” al acceso universitario, extensible a todo el mundo, ha experimentado comparativamente un mayor ritmo en la región. Ha pasado, en los últimos veinte años, de un índice de cobertura bruta del 23 % a más del 52 % frente al aumento global del 19 % al 38 %. Estas cifras se deben, en gran parte, al notable incremento de las tasas de graduación en secundaria e, igualmente, a la fuerte expansión de las instituciones de educación terciaria, cifrada en la actualidad en torno a las 4000 universidades (eran 1.500 en el 2000), de las que casi el 70 % son privadas. Por último, cabe destacar la notoria feminización en las universidades, toda vez que el porcentaje de mujeres que han culminado los estudios superiores se eleva por encima del 50 % regional, e incluso rebasa el 60 % en países como Argentina, Brasil, Costa Rica, Cuba, Honduras, Paraguay, Perú, República Dominicana y Uruguay.
Con todo, persisten datos que resultan de rezagos pretéritos en cuanto a: A) los niveles de equidad en el acceso: pese a la gradual mejora, tan solo hay un 10 % de universitarios procedentes de los hogares más pobres; B) el volumen de deserción, superior al 50 % en algunos países de Centroamérica (Aveleyra, 2023); C) la carencia de estándares de calidad y acreditación uniformes, o D) el grado de internacionalización, con tasas de movilidad que continúan en el 1 %, igual que hace veinte años. En todo caso, siempre es preciso subrayar la heterogeneidad de una región tan vasta, donde encontramos evidencias muy dispares: desde centros situados en el top de los rankings mundiales hasta elevadas cotas de acceso en el Cono Sur, países con una amplia oferta pública universitaria (Argentina o Uruguay) o —finalmente— una grave perpetuación de las brechas por razones étnicas o de residencia (de en torno al 40 %).
Dentro de esta diversidad hay que destacar dos puntos: A) la mayor presencia femenina en las universidades latinoamericanas no se ha traducido en términos de logros socioeconómicos (IESALC, 2021), y B) el volumen de graduaciones en las carreras científicas resulta todavía muy reducido, en contraste con los títulos en Empresariales, Educación, Ciencias Sociales o Derecho. Estos registros, que nos hablan de realidades muy distintas, convergen sin embargo en un aspecto: la urgencia de preparar a la región en la capacitación tecnológica y digital. En este sentido, los estudios STEM (en inglés, Science, Technology, Engineering y Mathematics) están adquiriendo una relevancia de empleabilidad decisiva, no solo porque el desarrollo y la gestión de las nuevas tecnologías requiera de talento digital, sino porque su buen uso —y la misma comprensión de los riesgos que comportan— obliga a obtener una formación en gran medida inédita hace pocos años. No es extraño que, según los últimos datos disponibles, el 27 % de las matriculaciones en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) se oriente a disciplinas STEM, por encima del 24 % en estudios de Administración y Derecho, o el 10 % en Ciencias Sociales o Humanidades. Por descontado, dicha realidad apela al imperativo de contar con personal académico de calidad, altamente cualificado en las destrezas digitales (con independencia de su campo de especialización). Pero esto, asimismo, nos conmina a entender la magnitud del reto en clave democrática.
La hipótesis que correlaciona los altos niveles educativos y la democracia, ya intuida hace más de cien años por el pedagogo John Dewey —e inserta en las teorías de la modernización desde mediados de siglo— adquirió su solvencia empírica en los trabajos de Robert J. Barro o Edward L. Glaeser. Ciertamente, el caso chino o el inquietante precedente alemán —sin olvidar las matizaciones de especialistas como Daron Acemoglu—, instan a no dar automáticamente por sentado las externalidades democráticas de la educación superior. Sea como fuere, quizá la prueba concluyente se corrobore en el corto/medio plazo, cuando podamos calibrar los efectos de las tecnologías digitales sobre las democracias.
En este intervalo, el papel que desempeñen las universidades será determinante, también para su propio futuro. Ante ese horizonte, algunos especialistas consideran posible que la IA —lejos de destruir empleo, ensanchar las desigualdades o erosionar la narrativa democrática— logrará que los empleados medios trabajen en labores altamente cualificadas. Pues bien, las instituciones formativas no pueden permanecer insensibles a estas oportunidades de capacitación en los empleos emergentes y las industrias digitales. Y, para ello, podrían activar programas académicos de ciclo corto, más flexibles y conectados con el mercado laboral (incluso con todo el ciclo vital), por lo que se podrán alinear con sus nuevos requerimientos. Nada de esto, por lo demás, resulta incompatible con la pervivencia de un enfoque cívico y humanista, de expansión tangible de redes y movilidad, como contrapunto indispensable a los procesos de digitalización. Justamente esa encrucijada —tecnológica, democrática e intercultural— ha de definir el futuro de los estudios superiores en Iberoamérica.
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