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Democracia en Latinoamérica
Tribuna
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¿Quién vigila al caudillo en una democracia?

El poder, sobre todo el poder absoluto, rara vez viene con sabiduría, moderación, diligencia y honestidad

Podría pensarse que los caudillos fueron un fenómeno histórico que en el siglo XIX se vistió de verde militar y en el siglo XX, de traje cruzado y sombrero, se subió a las tarimas y balcones de la mano de la política de masas. Sin embargo, como si los reyes volvieran a Francia, después de un periodo más largo en unos países que en otros, pero que, tomando el ejemplo venezolano por emblemático, iría de 1958 a 1998, en nuestro continente los caudillos volvieron por sus fueros.

Para ese momento, en general, los latinoamericanos nos habíamos acostumbrado a tener presidentes políticos, que actuaban en un marco institucional imperfecto pero reconocible y más o menos estable. Normalmente, eran más administradores que grandes líderes y, fueran buenos, regulares o malos, entregaban al poder en la fecha prevista, en medio de fanfarrias y discursos. Este sistema, aunque imperfecto, permitió que en nuestros países se consolidaran instituciones democráticas que en general produjeron un desarrollo social y económico lento pero sostenido. Evidentemente, muchos supusimos que había una evolución histórica que nos alejaba del pasado de hombres fuertes.

Como todo gobernante, los caudillos necesitan ser controlados, pero mucho más por su talante pendenciero, sus tendencias despóticas y por su propensión a perpetuarse en el poder. En una democracia, ¿quién controla al caudillo?, ¿quién toma nota de sus estropicios?, ¿quién levanta la mano cuando cruza linderos o abre puertas intencionalmente trancadas?

El poeta Juvenal capturó esta preocupación en sus Sátiras, cuando preguntó ¿quién vigila a los vigilantes?, ¿quién controla a los poderosos? Idealmente, estos serían también honestos y modestos pero bien sabemos que este no suele ser el caso. El emperador romano Marco Aurelio fue considerado a la vez sabio, virtuoso y competente, pero incluso él no era perfecto, ya que cometió el desatino de dejar a cargo a su inepto y vicioso hijo Cómodo, cuyo mal gobierno enterró a la dinastía de los Antoninos y dio inicio a la decadencia del imperio romano.

En los orígenes, cuando el poder se concentraba en una sola persona, lo recomendable era que esta contara con buenos asesores, que no solo tuvieran habilidades probadas, sino además el valor de corregir al gobernante cuando erraba, aún a gran riesgo personal. Pero los líderes tiránicos (los que más control requerían) se deshacían de estos entrometidos, que se convertían en enemigos cuando expresaban sus reservas. Tal ocurrió con Boecio, maestro de los oficios del rey ostrogodo Teodorico el Grande, quien lo encerró en una celda durante un año antes de ejecutarlo por supuesta traición. Igual pasó con su contemporáneo, el “último romano”, Belisario, a quien el emperador Justiniano lo privó de todos sus honores y riquezas a pesar de haber salvado a Constantinopla de los vándalos, los godos, los hunos y los persas, pues su porte austero y honesto era una reconvención silenciosa a la moral laxa y disoluta de la corte imperial.

Caso aparte, por lo trágico, es el del filósofo estoico Lucio Anneo Séneca, maestro y ministro de Nerón. Perteneciente a la clase de los caballeros o equites, la familia de Séneca provenía de España. Él y sus hermanos llegaron a Roma durante el reinado de Tiberio. Séneca ascendió en el cursus honorum (la lista de cargos públicos que los políticos romanos podían ocupar a ciertas edades) y demostró habilidades políticas notables al lograr sobrevivir primero a la envidia de Calígula, y luego a la furia de la emperatriz Mesalina. Tras años de exilio, regresó al centro del poder cuando la última esposa de Claudio, Agripina la Menor, lo nombró tutor de su hijo, Nerón, quien para entonces tenía 12 años. Quizás Séneca imaginó que, cuando Nerón sucediera a Claudio, él, casi padre adoptivo del emperador, podría guiar a un rey poderoso por los caminos de la virtud, trayendo una era de felicidad para toda la población. Sin embargo, en el caso de Nerón, la maternidad o la paternidad no eran garantías de seguridad. La personalidad sicopática de este fue consolidándose progresivamente hasta llevarlo a dar muerte a Agripina para no tener que compatir el poder con ella. Séneca trató de corregir al tirano y, finalmente, le ofreció entregarle toda la riqueza ganada por su proximidad con el poder y retirarse a vivir pobremente en el campo, pero Nerón no lo permitió y, finalmente, llevó a Séneca y a varios de sus parientes al suicidio.

¿Qué lecciones tienen para enseñarnos estas vidas antiguas? La principal es que el poder, sobre todo el poder absoluto (el que los caudillos siempre buscan obtener y conservar), rara vez viene con sabiduría, moderación, diligencia y honestidad. Es por esto que, desde Montesquieu, procuramos dividir el poder con frenos y contrapesos para mantenerlo dentro de un cauce controlado. Entonces, debemos proteger las instituciones que contienen el poder y que molestan al poderoso. La segunda es que es muy peligroso, incluso para los más hábiles, vigilar y censurar al gobernante. La tercera, es que la cercanía al poder invariablemente supone compromisos éticos, sobre todo cuando el gobernante es inmoral. A pesar de esto, la política es necesaria y no puede dejarse en manos de los malos, que suelen ser dúctiles en manos de tiranos y caudillos. Séneca no pudo controlar a Nerón, pero no se sometió mansamente a él al final.

Aunque estos dilemas antiguos subsisten, en una democracia también tienen poder los ciudadanos, los medios de comunicación y otras organizaciones, y deben ejercerlo para que los gobernantes se sientan vigilados y tengan claro que algún día dejarán el poder y deberán responder de todo lo que hicieron mientras mandaron. Recordemos un recurso de la retórica: la parresía, que es hablar con franqueza al poder, sin cuidarnos tanto en lo personal, entendiendo que es una función pública valiosa, o el consejo de Pablo a Timoteo: hay que decir la verdad, insistir a tiempo y a destiempo, reprender, vituperar, exhortar. ¿Quiénes vigilan a los gobernantes? Todos debemos ser los vigilantes del poder, si no queremos ser sus víctimas.

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