Ante el cierre de las rutas terrestres, el mar se convierte en un camino de vuelta mortal para los migrantes
Los recientes cambios en las políticas migratorias y el cierre parcial de pasos terrestres clave, como la selva del Darién, truncan el sueño de muchos de dirigirse hacia el norte

Una madre arrulla a su hijo mientras el motor de la lancha chirría. La oscuridad lo envuelve todo, el agua se filtra por las grietas del casco y solo queda rezar para que la costa esté cerca. Cuando hablo con nuestros equipos de Acción contra el Hambre en el terreno, me cuentan que esta escena -que parece sacada de una pesadilla- se repite cada vez con más frecuencia en los mares que rodean Colombia. El cierre de rutas terrestres, como la selva del Darién, está empujando a personas migrantes que intentaban llegar a Estados Unidos a buscar rutas alternativas para regresar. Muchas de ellas recurren a una vía aún más peligrosa e invisible que las habituales: el mar.
Durante décadas, las rutas terrestres han sido extensamente transitadas por las personas migrantes que cruzan América Latina. Incontables personas nacidas en la región y en países tan lejanos como China, Afganistán o Angola han atravesado el continente huyendo de la falta de oportunidades en sus países, en busca de un futuro mejor en Estados Unidos. Por ejemplo, alrededor de 400.000 personas transitaron Colombia en 2024, la mayoría de ellas en dirección norte. Lo más alarmante no es la cantidad, sino el camino que recorrieron: largas travesías a pie por la temida selva del Darién, donde se enfrentaron a la falta de comida y agua, enfermedades… y miedo.
Pero algo está cambiando. En mi trabajo, he visto cómo cada vez son menos las personas que emprenden estas rutas. Los recientes cambios en las políticas migratorias —más restricciones, más devoluciones, sobre todo por parte de los Estados Unidos— y el cierre parcial de pasos terrestres clave como la selva del Darién, han truncado el sueño de muchos de dirigirse hacia el norte. Es entonces cuando el mar se abre como una promesa para retornar hacia el sur.
Pero es una promesa vacía.
Cada vez más personas —niños, embarazadas, ancianos— se lanzan al agua para desandar el camino. Lo hacen en lanchas sobrecargadas, sin chalecos, sin rumbo. Muchos son conscientes de los riesgos: saben que el ahogamiento ha sido la principal causa de muerte de personas migrantes en la última década —el 25% a nivel global y el 48% en Darién, según la Organización Internacional para las Migraciones—. También saben que estos números no reflejan la realidad. Que muchas muertes no se registran. Que muchos cuerpos nunca aparecen.
Y, aun así, cada día hay más que se arriesgan.
Me impactan profundamente las vivencias de las personas migrantes en su paso por Colombia. Ser consciente de lo que ocurre en las rutas marítimas del Pacífico, el Caribe y el Darién deja una huella difícil de borrar: naufragios que no se cuentan, personas abandonadas en islotes o atrapadas en la selva, desapariciones que nadie registra... Los cierres fronterizos panameños están empujando a muchas personas a cruzar zonas dominadas por grupos armados en Colombia, un país marcado por ocho conflictos activos y un deterioro humanitario que el Comité Internacional de la Cruz Roja describe como el peor en ocho años. En la ruta del Pacífico, se ha detectado un aumento del flujo migratorio por regiones selváticas y remotas, donde no hay presencia institucional ni capacidad de respuesta humanitaria. Son zonas de difícil acceso, marcadas por la extorsión, las minas y la violencia. Lo que sucede allí me deja claro que estas nuevas rutas, aún desconocidas y desatendidas, no solo son peligrosas: son aún más invisibles.
En Acción contra el Hambre nos preocupa que esta situación, aún incipiente, pueda transformarse en una crisis si no se actúa. Desde marzo, venimos alertando sobre el crecimiento de las rutas migratorias por mar y la necesidad de atenderlas. Me enorgullece saber que hemos sido de las pocas organizaciones en alzar la voz. Estamos presentes en Capurganá, Acandí y Necoclí, en la ruta del Darién, y seguimos monitoreando las necesidades en el Pacífico y el Caribe para poder ofrecer una asistencia humanitaria adecuada. Estamos preparados para actuar. Y, sobre todo, no estamos dispuestos a mirar hacia otro lado.
Las personas migrantes que cruzan mares colombianos no son estadísticas: son familias, madres, adolescentes con miedo y mochilas mojadas. No podemos permitir que sigan siendo invisibles.
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