Elección del nuevo Papa: esperanza para los derechos humanos y sus raíces en Perú
Durante los años más oscuros del régimen de Fujimori, el entonces obispo Prevost fue una de las voces más claras y firmes dentro de la Iglesia católica en denunciar los abusos


Durante su desempeño —y nacionalización— en Perú, el entonces obispo Robert Francis Prevost demostró un firme compromiso con la defensa de los derechos humanos, la justicia y la dignidad humana frente a las violaciones cometidas durante la década de Fujimori (1990–2000). Por ello, no sorprende que la elección del nuevo Papa haya despertado profundo entusiasmo en todo el mundo.
No solo por la renovación que representa para la Iglesia (un Papa con los pies en la tierra), sino por la trayectoria ética y valiente que trae consigo. Su decisión de escoger el nombre León XIV es interpretada como un homenaje a León XIII (1878–1903), un “progresista” para su tiempo, generador de la Doctrina Social de la Iglesia y autor de la fundamental encíclica Rerum novarum. Nombre que no es casual.
Documento fundacional de la Doctrina Social de la Iglesia, la Rerum novarum fue escrita en un contexto de profundas transformaciones económicas y sociales tras la Revolución Industrial. Respondía a problemas como la explotación laboral, la pobreza urbana y los conflictos entre capital y trabajo. Reivindicaba la dignidad del trabajador, defendía los sindicatos y abogaba por la justicia social, entre otros temas cruciales.
Por Perú: huella imborrable
En un mundo marcado por crecientes desigualdades, crisis políticas y retrocesos autoritarios, la llegada al pontificado de un hombre cuya trayectoria pastoral ha estado profundamente marcada por la defensa de los derechos humanos representa mucho más que una transición eclesiástica.
Para quienes lo conocieron en Perú durante los años noventa, su designación es también un reconocimiento histórico a quienes, en medio del autoritarismo, no temieron alzar la voz por la justicia. Durante los años más oscuros del régimen de Alberto Fujimori, marcados por graves violaciones a los derechos humanos, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, el entonces obispo Prevost fue una de las voces más claras y firmes dentro de la Iglesia católica en denunciar estos abusos.
En una época en que muchos optaban por el silencio o la complicidad, él se mantuvo del lado de las víctimas, alzando su voz en defensa de la verdad, la justicia y la dignidad.
Contra la pena de muerte
Particularmente significativa fue su oposición pública a la propuesta del régimen de entonces de restablecer la pena de muerte. Idea recurrente en gobernantes “agotados”, como lo es hoy la impopular presidenta de Perú, Dina Boluarte.
“La vida humana no es propiedad del Estado”, y “la violencia institucional solo perpetúa el ciclo de muerte y miedo”, fueron algunos de los conceptos expresados públicamente por el obispo Prevost en el contexto de Perú desgarrado de esos años. Postura alineada con la doctrina social de la Iglesia, que adquiría especial valor en un contexto autoritario donde disentir implicaba riesgos personales.
Su compromiso no fue solo de palabra. Acompañó a comunidades afectadas por la violencia política, defendió a líderes sociales injustamente perseguidos y respaldó el trabajo de organizaciones de derechos humanos que eran blanco constante de amenazas y estigmatización por el poder político.
En 1995, cuando el Congreso debatía iniciativas legales para aplicar la pena capital a ciertos delitos considerados “traición a la patria” o “terrorismo agravado”, Prevost fue tajante: “La vida humana no es una propiedad del Estado. No puede haber justicia donde se institucionaliza la muerte. La pena capital, lejos de resolver los males de la violencia, contribuye a su perpetuación”.
Reivindicación ética
Para quienes lo conocieron en Perú, esta elección no es solo un acontecimiento religioso; es una reivindicación ética y una promesa de esperanza para quienes luchan por un mundo más humano y compasivo. Su elección como Sumo Pontífice es una señal poderosa: la Iglesia puede y debe estar del lado de los pueblos, de la justicia y de los derechos fundamentales.
Y puso manos a la obra. Durante su labor pastoral en Perú, el obispo Robert Francis Prevost —hoy Papa León XIV— mantuvo una estrecha relación con el padre, de origen belga, Hubert Lanssiers, con quien compartía firme compromiso con la justicia y los derechos humanos. Ambos expresaron preocupación por las injusticias cometidas durante el conflicto armado interno, especialmente ante las detenciones arbitrarias y condenas sin pruebas por supuestos delitos de terrorismo.
El padre Lanssiers, reconocido por su labor como capellán en diversas cárceles peruanas, presidió la Comisión Ad Hoc de Indultos entre 1996 y 1999, logrando la liberación de más de 1,400 personas injustamente condenadas. Su trabajo fue fundamental para corregir los excesos del sistema judicial de la época, caracterizado por los “jueces sin rostro” y los juicios sumarios.
En la transición democrática
Durante el periodo de transición democrática en Perú (2000–2001), liderado por el presidente Valentín Paniagua —con quien me correspondió desempeñarme como ministro de Justicia—, el obispo Prevost tuvo un papel destacado en la defensa de los derechos humanos. Su labor pastoral y compromiso con la justicia social se alinearon con los principios democratizadores de ese breve pero significativo gobierno.
El compromiso de Prevost con la reconciliación se expresó en su apoyo a las reformas institucionales de la transición, como la normalización de las relaciones con la
Corte Interamericana de Derechos Humanos y la reforma de la legislación antiterrorista. Como vicepresidente de la Comisión Episcopal de Acción Social (CEAS), respaldó activamente el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), facilitando el acceso a testimonios y documentación relevante. Su apoyo a la CVR reflejó un compromiso auténtico con la verdad, la justicia y la reconciliación.
Con los derechos humanos: compromiso activo
Desde su llegada a Perú, Prevost mostró una preocupación constante por la situación de los más vulnerables. En homilías, cartas pastorales y visitas a zonas rurales, dejaba claro que la opción preferencial por los pobres debía traducirse en un compromiso activo con los derechos humanos.
Su defensa de la vida fue firme frente a los intentos del régimen fujimorista por reinstaurar la pena de muerte. En un clima político en el que disentir implicaba riesgos personales y políticos, su postura fue valiente, coherente con la doctrina de la Iglesia y profundamente ética.
No fue una voz aislada. Participó activamente en redes eclesiales que acompañaban a las víctimas del conflicto armado interno y promovían la reconciliación con justicia. En más de una ocasión se solidarizó con los miembros de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos y otras organizaciones estigmatizadas por “defender terroristas”, cuando en realidad hacían a lo que el Estado se negaba: defender a inocentes, exigir procesos judiciales justos y documentar los abusos del poder.
La elección de este Papa tiene una dimensión no solo espiritual y pastoral, sino también una carga histórica y política. Es la elección de un hombre que no solo predicó el Evangelio, sino que lo encarnó en contextos donde la fe, la justicia y la valentía eran inseparables. Su figura remite a una etapa dura de nuestra historia reciente, pero también a la esperanza de que la memoria, la verdad y los derechos humanos no sean palabras vacías.
Referente ético y moral
Frente a la tentación autoritaria que persiste en muchos países —incluido Perú actual— la figura del nuevo Papa puede ser un referente ético y moral de gran valor. Porque su elección no es solo una buena noticia para los católicos. Es también una oportunidad para que la Iglesia universal recuerde que su misión más profunda es estar del lado de la vida, de la justicia y de quienes, aún hoy, siguen clamando por verdad.
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