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Las casas abandonadas de los migrantes venezolanos

El éxodo masivo ha alentado un nuevo servicio, la desocupación de las viviendas de quienes ya decidieron que no van a volver

Migrantes venezolanos
Florantonia Singer

Hay casas en las que las camas han permanecido tendidas por años. Otras en las que el fondo de una taza con café tomada antes del salir al aeropuerto se ha convertido en betún y ha ahogado el plan de regreso. En casi todas, el polvo ha hecho nudos sobre los muebles y paredes difíciles de quitar. En la que está Mairin Reyes un miércoles antes de Semana Santa es el anexo de una vivienda principal en una urbanización de quintas de clase media en el sureste de Caracas, en una calle con vigilancia privada, donde crecieron los hijos y nietos de una familia que ya no está en Venezuela.

The abandoned homes of Venezuelan migrants

Tiene 15 días para desocupar esta vivienda adosada a otra que ya vació. Es el tiempo necesario para desarmar bibliotecas, romper papeles viejos —una parte de su oficio que se ha vuelto un ritual liberador—, limpiar a fondo, regalar kilos de ropa vieja y trastos que nadie quiere conservar e inventariar en una hoja de Excel los artículos que quedarán bajo su custodia para ser vendidos luego en nombre de sus propietarios. Una vez vacía, la casa será demolida por sus nuevos dueños que planean construir otra.

Venezuela ha vivido en la última década y media una enorme diáspora que se calcula en casi ocho millones de personas, según Naciones Unidas. El desplazamiento de venezolanos, catalogado como uno de los mayores del mundo, ha sido impulsado por una prolongada crisis democrática que parece no tener fin y una recesión económica que redujo a un tercio el PIB del país petrolero. Fuera de las fronteras, el éxodo ha presionado los países de la región que han recibido a los migrantes, al punto que ahora los venezolanos están en el centro de la mira de la Administración del presidente estadounidense Donald Trump y su política de deportaciones. Adentro de las fronteras queda mucho por hacer con las cosas y los lugares que han dejado los que se fueron.

The abandoned homes of Venezuelan migrants

En ese terreno, Reyes, de 65 años, ha empezado a emprender con un servicio que —asegura— es mucho más que ayudar a mudar casas que pasarán a ser de otros. “Hacemos un acompañamiento a los propietarios para ayudarlos a tomar decisiones a distancia”, comenta en una pausa en su tarea de esa mañana: la clasificación de papeles, papelitos y otros objetos que la gente acumula cuando piensa que nunca tendrá que irse. En esta casa las filtraciones se comieron el techo de varias habitaciones. Pero todavía no se ha borrado del marco de una de las puertas que su ocupante superó el metro veinte de estatura a los ocho años, según el registro de crecimiento escrito en lápiz. En esa habitación también ha quedado un Batman con los brazos arriba y en el clóset la camisa del uniforme del último año bachillerato con las firmas de los compañeros, un testimonio de ese ritual de fin de curso que hacen los colegiales en Venezuela.

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Carolina Pérez, de 60 años, acompaña a Reyes esa mañana. Son cuñadas. Ella es una abogada reconvertida en psicoterapeuta, pero ahora ha encontrado una forma de diversificar sus ingresos con la desocupación de casas. “Uno puede entender a la gente a partir de las cosas que dejan”, suelta, mientras clasifica unos libros infantiles en inglés que se amontonan en la biblioteca. “Se ve que esta fue una familia muy preocupada por la crianza de los hijos, porque tienen muchos libros sobre eso”. Después encontrará dentro de uno la imagen de un ecosonograma con la confirmación de un embarazo.

Historia migrante

El trabajo de Reyes es una especie de arqueología de la historia reciente del país, la de la Venezuela vaciada. También confirma los análisis de los especialistas en migración. Luego de ser un país receptor de migrantes europeos —sobre todo italianos, españoles y portugueses—, de medio oriente a mediados del siglo XX y de colombianos en los últimos tramos de ese siglo, varias oleadas de venezolanos comenzaron a despedirse con la llegada del chavismo al poder.

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Primero salieron los profesionales con recursos, después los de clase media. Esos fueron años de expropiaciones, ocupaciones e invasiones, algunas con la bandera de la revolución bolivariana. Por ello, muchas casas y apartamentos se cerraron con llave por años al cuidado de algún familiar que todavía no se había ido, a la espera de tiempos mejores para venderlas, alquilarlas o volver. La migración más reciente, de los últimos años, está integrada por los que les ha tocado irse a pie o cruzar el Darién, a los que la casa les cabe en un par de bolsos.

Flores de porcelana Capodimonte, licoreras de cristal, souvenirs del parque Sea World de Florida o de las casas de Gaudí en Barcelona, vajillas Hervigon, vajillas alemanas, juegos de té de la marca francesa Limoges, máquinas de escribir, cubiertos de gran formato, máscaras venecianas con imanes para la nevera, discos de acetato con la música de Enrique y Ana, La vecindad del Chavo y La dama y el vagabundo, el bestseller El octavo hábito, de Stephen Covey, y enormes bibliotecas que son tesoros, reproductores de casetes, discman, más vasos, copas y platos, muchas muñecas Barbie, manteles y caminos de mesa son el tipo de objetos que repiten en las filas de Excel que Mairin ha llenado en la veintena de casas y apartamentos caraqueños que ha desocupado. También se repiten las figuras decorativas de arte de Murano. “Parecen ardillas”, apunta la mujer en uno de sus inventarios que muestra desde la tienda que abrió en Guarenas, a las afueras de Caracas, con los objetos que pertenecieron a una clase media venezolana que hoy ha enflaquecido.

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“Este trabajo me ha permitido aprender mucho de arte e historia de todos esos artículos”, dice Reyes contenta, pero advierte, muy precavida de no juzgar a sus clientes: “Yo no quiero tener tantas cosas, quiero vivir con lo necesario y si voy a comer en platos bellos quiero hacerlo todos los días, no solo en ocasiones especiales”.

Lo que sus clientes siempre le piden conservar y enviar a sus nuevos países son las fotos familiares, documentos como actas de nacimiento o defunción y sentencias de divorcio, y algún objeto particular como un cofrecito de plata, recuerdo de un bautizo. Pero también ha enviado por correo las cenizas de un difunto hasta Colombia y hace poco embarcó un piano hacia España. Esa posibilidad de resolver todos los asuntos que puedan surgir durante la desocupación de una vivienda es que lo que, dice Reyes, la diferencia de otros servicios similares que han surgido como una señal del mercado.

Metros cuadrados de sobra

Así como se acumulan objetos en la tienda de segunda mano de Reyes, los inmuebles vacíos esperando compradores han sobredimensionado la oferta. Desde 2014, los precios han caído 50% con respecto al valor de adquisición, como otra huella que ha dejado la crisis venezolana. La Cámara Inmobiliaria Metropolitana calcula que hay al menos 3.000 viviendas vacantes solo en la capital, a las que se suman unos 600.000 metros cuadrados de oficinas disponibles, más de un millón de metros cuadrados en espacios industriales y un superávit de 200.000 metros cuadrados de locales comerciales en malls en los que no todas las tiendas logran abrir y otras lo hacen con muchas dificultades.

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La ciudad de Caracas, incluso recibiendo migrantes de otras regiones del país donde la crisis de servicios públicos básicos es más severa, se ha quedado grande para quienes viven y trabajan en ella. La demanda de viviendas ha caído —o más bien la posibilidad de comprarlas, pues el Gobierno ha sacrificado el crédito para controlar la inflación— y la velocidad de absorción del inventario es tan lenta que podría tomar 25 años negociar lo que está disponible actualmente, según los cálculos de la organización. Este es lo que los vendedores de bienes raíces llaman un “mercado complejo”.

En las actuales condiciones —que en el sector prevén que empeorarán por la inestabilidad política, la reimposición de sanciones y la recesión que se avecina— el negocio inmobiliario se hace más cuesta arriba. “Puede tomar más de un año vender un inmueble que cueste más de 50.000 dólares. Se convierte en una lucha entre el asesor y el propietario para bajar el precio hasta que sea atractivo”, señala Martín Fernández, vicepresidente de la Cámara Metropolitana Inmobiliaria.

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Pero hay viviendas que se ofrecen en millones de dólares en reels de Instagram de agentes inmobiliarios que cada tanto se hacen virales por puro asombro o indignación. En el contexto venezolano, advierte Fernández, esas son señales de alerta. “Vender una propiedad de más de un millón de dólares puede tener muchas complicaciones por el tema de la legitimación de capitales y el lavado de dinero”. También hay quienes aún construyen para poner en cemento sus capitales, aunque el sector de la construcción está en sus mínimos. Hay edificios que se hacen sobre otras casas demolidas. Pero son los inmuebles de más bajo costo, en zonas periféricas y depreciadas de la ciudad, los que más se venden.

“Los apartamentos disponibles tienen cierta edad, son de unos 30 o 40 años, por lo que hay que hacerle reparaciones, adecuaciones y actualizaciones. Gran parte de los que se fueron y dejaron inmuebles los dejaron cerrados a cargo de un familiar, y gran parte de esos migrantes no está dispuesto a regresar, pues ya se han estabilizado, y por eso los están vendiendo”, explica Fernández, que también es urbanista. “La decisión de vender hoy una vivienda es algo psicológico porque implica asumir la pérdida patrimonial y que el inmueble en el que se vivió o se compró como una inversión no se va a revalorar”. Algunas de esas casas que no logran venderse y saturan la oferta inmobiliaria también terminan convirtiéndose en problemas para el vecindario. En una vivienda sin uso, como ha confirmado Mairin Reyes en varios de sus trabajos, las tuberías pueden romperse apenas se abre un grifo de agua. A las casas deshabitadas el paso del tiempo se las va comiendo.

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