Teresa Orbegoso, la poeta que convirtió al cáncer en un maestro
La escritora peruana dedicó su obra a entender las migraciones andinas. Al final de sus días, se ilusionó por las literaturas jóvenes que hablan de nuestros orígenes migrantes, negros, andinos e indígenas

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Nadie sabe en qué momento aprenderá que está vivo
Teresa Orbegoso (1976-2025)
Cuando la poeta Teresa Orbegoso vivía en España, un científico le preguntó algo que todos en América Latina creemos estar preparados para responder: “Y ustedes, ¿qué sienten con eso de la Conquista?” La pregunta parecía inocente, pero tenía el efecto mordaz de un ají. Orbegoso decidió que respondería mejor con un libro.
Los políticos no tienen este tipo de paciencia y, por lo general, sus opiniones sobre la colonia terminan convertidas en padecimientos públicos, como estatuas del conquistador u homenajes al “descubrimiento”. Orbegoso entendía que, para poder decir algo útil sobre la Conquista, es necesario discernir que este evento no significa (ni significó) lo mismo para todas las personas, como muestra en Mestiza (Ediciones del Dock, 2013), un libro breve que exige la misma resistencia a la sangre que una maratón de Game of Thrones.
Los estados y sus intelectuales utilizan a los mestizos nobles como el Inca Garcilaso y Francisca Pizarro para celebrar la colonización como si fuera una telenovela: una historia de amor entre caballeros europeos y princesas indígenas, que debería producirnos orgullo a pesar de la violencia sexual. La mestiza del libro de Orbegoso es distinta. Para comenzar, es de otra clase social: una mujer anónima, plebeya y sin herencia (hija de una “india” violada por un soldado español), que vive la conquista a ras del suelo, como testigo superviviente de una hecatombe. Su vida no inspira celebración, sino preguntas.
La mestiza es una mujer muda. Vaga por el mundo sin poder contar lo que ha vivido, y el libro nos permite escuchar sus pensamientos. “He perdido mi lengua / Voy por el desierto buscándola / Hablo / y no entiendo”, dice. “¿Quién ha puesto esta raíz en mi boca?”. Este detalle es poderoso. Debido a la mutilación de su lengua, ella tampoco puede hablar el quechua, “el idioma de la gran memoria”, y es esta barrera física (no su origen mezclado ni su piel posiblemente más clara que la de su madre) lo que la distancia de sus parientes y de su pueblo.
Aquella imagen me recuerda a mis abuelas Nieves y Angélica. Ellas solo hablaban en quechua (nuestra lengua familiar, que los adultos no nos enseñaron a los niños de mi generación), así que nuestra relación se basaba en un cariño silencioso que se vuelve trágico cuando imagino todo lo que ellas quisieron contarme pero no pudieron. Como a la protagonista de Mestiza, algo grande e innombrable nos había cortado la lengua, así que yo también iba por el mundo con ese vacío en la boca, alejándome de ellas y de nuestra historia. Para Orbegoso, que tampoco pudo aprender el quechua en casa, la “mutilación” de la lengua indígena no era una tragedia individual, sino la historia silenciada del continente: un trauma masivo que se resiste a ser comunicado.
Cuando le preguntaban sobre su obra, no era raro escucharla responder con una canción en quechua. “Chiarallaway mayu patapi / Cartamuwan nispa”, le escuché entonar una tarde de 2023, en un congreso de poesía, en Santiago de Chile. Para entonces, padecía un cáncer avanzado y se le notaba fatigada, pero era poderoso ver que estaba reconquistado el quechua. Conmovidas por ese instante, las poetas Ethel Barja Cuyutupa y Violeta Barrientos, que compartían el auditorio, contaron que ellas tampoco habían podido aprender esta lengua dentro de sus familias. ¿Qué clase de mutilación masiva era esta de la que no hablamos más, de la que no escribíamos más?, pensé influido por el efecto Orbegoso. Para entonces, ella había publicado media docena de títulos que pueden leerse como una historia de recuperación de “la gran memoria”: Yuyachkani, Yana Wara, Mestiza, Perú, Abro el miedo, La mujer de la bestia. ¿Por qué no estamos leyendo más a esta autora?

Orbegoso había encontrado las palabras para recorrer la historia indígena y mestiza y para aproximar estas realidades supuestamente incompatibles. En sus libros, la Conquista es un cataclismo de escala nuclear cuyas ondas expansivas, lejos de disiparse con el tiempo, nos alcanzan y definen nuestras vidas contemporáneas. ¿Qué son la castellanización forzada, los desarraigos masivos y la desaparición de los pueblos indígenas en los censos, sino una violencia colonial ejercida, esta vez, a cargo de los Estados republicanos? Como diría la escritora afroestadounidense Christina Sharpe: la Conquista es un pasado que no termina de pasar. “Viajamos de una prisión a otra prisión”, escribe Orbegoso.
Ella se presentaba a sí misma como una obrera de la escritura. Esta frase entrelaza su origen popular y su obsesión por poetizar la pobreza de los márgenes de la ciudad latinoamericana. Muchos ven la precariedad como el resultado de las malas decisiones o el reflejo del supuesto atraso indígena. Para Orbegoso, la pobreza es la sofisticada ingeniería social que segrega a poblaciones mayoritarias de los servicios públicos de los que sí disfrutan los sectores más privilegiados: escuelas, parques, agua, seguridad, transporte, libros, internet, salud, educación, recursos para pensar y expresarse. ¿Qué es la pobreza, sino la violencia que te impide hablar y escribir tu propia historia?
Por eso, la poesía de Orbegoso no es un artefacto especial para espíritus sofisticados. Ella vivía su escritura como un trabajo comunitario y cotidiano, “un lugar donde sentarnos juntos a la mesa”. En una ocasión, ella y su hermana Patricia organizaron un taller de ilustración para estudiantes de primaria en Carabayllo, un distrito de migrantes andinos muy cerca de Comas, donde ambas habían vivido y crecido. Era el año 2011, y querían averiguar cuánto habían cambiado las cosas desde los tormentosos años ochenta y noventa de su infancia, y cómo era la mirada de los niños criados durante el boom neoliberal. Al recordar esos dibujos, Orbegoso escribió: “Su mirada sobre el país era oscura y dolorosa. Ningún personaje reía. Eran más bien pobres y polvorientos, difusos, mínimos, inestables, carecían de suelo y estaban solos (...)”. Orbegoso publicó esas mismas ilustraciones en la edición peruana de su primer libro, Yana Wayra. Al verlas hoy, parecen una señal de alerta: el hedonismo y el bienestar que disfrutaban las clases medias y altas era una burbuja exótica vista desde Comas.
Como suele ocurrir con las periferias, el distrito de Comas, en Lima, no solo es un lugar abusado por la segregación, sino también por el lenguaje. Durante décadas, cargó con el estigma de desorden, crimen y miseria, propios de los barrios “indios”: allí donde los taxistas no te quieren llevar; donde si entras, no sales vivo; ese lugar que prefieres no nombrar en tu CV por temor a que no te contraten. Ser pobre, es absorber esta vergüenza, una condición que, por un lado, te impide hablar y escribir de quién eres; y, por otro, te impulsa a seguir migrando. Eso aprendimos en mi generación. A irnos.
Sin embargo, al volver definitivamente al Perú, a fines de la década pasada, Orgeboso constató que aquellos silencios y vergüenzas estaban rompiéndose. Encontró un gran tejido de poetas, hijas y nietas de las migraciones y pobrezas andinas, que estaban publicando y pensando y leyéndose mutuamente. Esta constatación feliz la acompañó durante sus últimos años. Quizá por eso su último libro, Comas (madrépora 2024), se siente como un cambio de época en la literatura en el Perú. Allí la autora comparte su testimonio de paciente de cáncer en un hospital público, con el tono reflexivo de una carta de despedida para quienes vienen después. “Amar el arte”, escribe. “Ir hacia él con el cántaro devoto del picapedrero, con el rompecabezas primitivo de la locura y mostrando el cascabel rojo de nuestra tierna pobreza”. Es una exhortación para escribir precisamente sobre aquello que aprendemos a ocultar. “Cada migración esconde un abismo y cada abismo un silencio. Pronuncio Comas: un poema. Un pequeño territorio contra la pared de otro territorio”. Pensemos: ¿Cuánta literatura se esconde en las palabras e historias que nos enseñaron a callar?
Orbegoso consideraba que el cáncer era una suerte de maestro: “Todos quieren apagar su voz, pero la verdad, es que tenemos que obligarnos a escucharlo”, escribe en Comas. Entre quimioterapias –mientras repasa su vida y vuelve a todos los lugares donde ha vivido–, la poeta aprende que la poesía le es insuficiente para decir todo lo que quiere decir. Quizá por eso, su libro es un arsenal de géneros y formas: crónica de hospital, memoria de infancia, novela de crecimiento, cuaderno de viajes, viaje de ayahuasca, ensayo político, literatura sobre la madre, registro de sueños, carta de amor, distopía, testimonio de superviviente. “¿Teresa, recuerdas todas tus violaciones, todos los intentos en tu familia, en tu país, de destruirte?”, se pregunta frente al espejo. No es una época para el optimismo. El cabello se le cae; en las calles, el Gobierno peruano les dispara y asesina a quienes protestan; en las noticias, Latinoamérica parece un ideal abandonado.
Pero en este momento sombrío, Orbegoso encuentra esperanza. Es como si al final de sus días, con sus últimas fuerzas, ella hubiese divisado una luz. La ilusionaban las literaturas jóvenes que, contra todos los silenciamientos, están hablando de nuestros orígenes migrantes, “indios”, negros, andinos, indígenas. O como dice ella, “de nuestra verdad ancestral y más antigua”. En esas escrituras cada vez mayoritarias se encuentra una nueva América Latina.
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