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En colaboración conCAF

Las guardianas del canal que restauran la vida en el Pacífico guatemalteco

Un grupo de mujeres trabaja en un proyecto para restaurar 44 hectáreas de manglar y recuperar el flujo de agua en el canal de Chiquimulilla, y así conservar un ecosistema vital y el modo de vida que de él depende

Marleny Ibarra dirige su lancha por las aguas del canal de Chiquimulilla, en Guatemala.

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María de los Ángeles Schoenbeck no llegó al canal de Chiquimulilla con un plan de restauración bajo el brazo. El primer interés de esta bióloga de 33 años al arribar a este cauce que se extiende por más de 120 kilómetros en tres departamentos del sur de Guatemala, y atraviesa manglares, esteros, aldeas y áreas protegidas, fue el pez diablo (Pterygoplichthys pardalis), una especie invasora que estaba alterando los ciclos de pesca en la región. Pero en 2021, mientras hacía una investigación con la Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC), comenzó a pasar más tiempo entre las localidades de Monterrico y Hawaii escuchando a los pescadores, observando las aves y conectando los puntos: así vio la erosión costera y la pérdida de manglares, escuchó sobre el descenso en las capturas de especies y la salinización del agua. Y entendió que todo estaba relacionado. Allí, en el corazón del humedal costero de Monterrico, cinco comunidades —Monterrico, La Curvina, La Avellana, Agua Dulce y El Pumpo— enfrentan día a día la erosión acelerada y fenómenos climáticos que provocan pérdidas irreversibles.

Por eso, cuando en 2022 el Laboratorio de Ornitología de la Universidad de Cornell abrió la convocatoria de becas para el programa Soluciones Costeras de conservación a lo largo de la Ruta Migratoria del Pacífico, Schoenbeck postuló el proyecto Alas y Raíces Resilientes, con el que hoy busca restaurar más de 40 hectáreas de manglar y reactivar los flujos de agua dulce y salada que sostienen la vida del canal y proteger el sustento de cientos de familias que dependen del agua, la pesca y la tierra. Lo que comenzó como una investigación académica, hoy es un acto colectivo de resistencia ante una crisis que arrasa con hogares, medios de vida y cultura local.

El proyecto, impulsado inicialmente por el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAGA) y desarrollado en alianza con el Centro de Estudios Conservacionistas (Cecon) y la Fundación para el Ecodesarrollo y la Conservación (Fundaeco), articula a comunidades, academia, organizaciones y autoridades para implementar soluciones basadas en la naturaleza. Uno de sus ejes centrales es el liderazgo de mujeres en la reforestación de manglares, el monitoreo de aves, la educación ambiental y la revitalización de medios de vida tradicionales como la pesca artesanal y el ecoturismo. “El manglar vale más vivo”, afirma Schoenbeck, convencida de que conservar este ecosistema es también cuidar la economía, la cultura y la seguridad de quienes viven del canal.

Muchas de las mujeres que forman parte del proyecto no sabían qué era un manglar antes de involucrarse. Algunas, como Sandra Patricia De León Valladares, de la aldea La Avellana, no habían trabajado nunca fuera del hogar. “Yo no sabía qué era una chinampa. Ni que las mujeres podíamos hacer eso. Pero aprendimos. Y lo hicimos”, dice, refiriéndose al sistema mesoamericano de agricultura sobre agua que ahora utilizan para reforestar manglares en condiciones extremas.

Junto con otras mujeres, Sandra se interna en el manglar con botas hasta las rodillas, herramientas en mano y varas de bambú al hombro. Viajan en lancha hasta donde el canal lo permite y luego caminan un kilómetro entre el lodo espeso y las raíces enredadas. Han aprendido a reconocer especies, recolectar semillas, construir chinampas flotantes y monitorear el retorno de la fauna.

“Antes había mucho machismo. Muchas mujeres de La Curvina nunca imaginaron cómo era un manglar; ahora sienten un vínculo muy fuerte con él”, explica Myrnamaría Galindo, de Fundaeco, una de las organizaciones que impulsa el proyecto. Las mujeres no solo restauran el ecosistema, sino que también alertan sobre invasiones ilegales, denuncian la tala irregular y revitalizan medios de vida tradicionales como la pesca artesanal y la venta de sal.

Un canal en crisis

El canal de Chiquimulilla se extiende por más de 120 kilómetros en el sur de Guatemala. Cruza tres departamentos —Escuintla, Santa Rosa y Jutiapa— y forma parte de un frágil sistema de humedales costeros que durante décadas sostuvo la biodiversidad y la economía local. Pero ese equilibrio se ha roto.

Mario Valladares lanza su atarraya para pescar.

Para los pescadores, el deterioro no es una teoría científica: es una realidad cotidiana. Mynor Yonel López Pérez, de 45 años, aprendió a navegar el canal con su padre y lleva más de una década pescando camarones, tilapias y robalos. Hoy, dice, puede pasar todo el día en el agua sin conseguir ni para comer. “Antes el canal siempre daba algo, ahora nada”.

El ingreso diario por pesca ha caído dramáticamente. Donde antes se ganaban entre 45 y 130 dólares, ahora muchos vuelven a tierra con las manos vacías. Además, el agua se ha vuelto más salada, más caliente, y especies como el pez loro han desaparecido. La temperatura superficial del Pacífico ha aumentado 0,5 °C desde 1940, según un diagnóstico ambiental aún no publicado por WWF Mesoamérica.

La escasez no solo afecta la economía familiar, también la dieta. Ante la falta de pescado, muchas familias dependen ahora del pollo y de alimentos procesados, lo que afecta la salud y borra prácticas alimentarias ancestrales. La pesca, para estas comunidades, no es solo un trabajo: es un patrimonio cultural que se deshace junto con el ecosistema.

Marleny siembra un mangle a orillas del canal. Junto con otras mujeres, se ha convertido en guardiana de este ecosistema.

Para Mario Roberto Valladares, de 65 años, cada jornada es casi un acto de resistencia: “Antes uno pescaba en un par de horas; ahora nada”. Además, el pez diablo, especie invasora con espinas que rompen las redes, complica aún más la pesca. La erosión costera, el desvío de ríos y la contaminación agravan la situación, obligando a los pescadores a limpiar manualmente los canales para mantener sus rutas, algo costoso y agotador. “En el caso de la pesca en el mar, los peces migran a zonas más frías y los pescadores deben adentrarse más lejos en el mar, gastando más gasolina, arriesgándose más y obteniendo menos”, explica Juan Carlos Villagrán, de WWF. La reducción de esta actividad genera ansiedad, desesperanza y en algunos casos migración, principalmente de los más jóvenes que ya no ven esta práctica como un medio sostenible de vida.

Según la Organización Meteorológica Mundial, en 2024 las lluvias en Guatemala fueron entre un 20% y un 30% superiores a lo normal, con episodios más intensos, mientras el fenómeno de El Niño provocó déficits de precipitación en otras zonas. “Las lluvias son más intensas y concentradas en pocos días, lo que acelera la erosión del suelo y la sedimentación”, explica Marco Tax, del Instituto Privado de Investigación sobre Cambio Climático (ICC).

Los modelos de ese organismo en 13 cuencas del sur del país muestran cómo las lluvias torrenciales, sumadas a la pérdida de cobertura vegetal, incrementan los sedimentos que asfixian cuerpos de agua como el canal de Chiquimulilla. Todos estos cambios representan pérdidas y daños derivados del cambio climático. Son impactos que ya no pueden evitarse ni revertirse del todo, que incluyen pérdidas económicas, como casas inundadas, lanchas destruidas, rutas cerradas o caída de ingresos o no económicas, como la desaparición de oficios tradicionales, la ruptura del tejido social, la pérdida de conocimientos ancestrales y la biodiversidad.

“El problema no es solo el agua o la pesca”, insiste Galindo. “Los ciclos de reproducción han cambiado. Antes, en Semana Santa, se vendía mucho camarón; ahora casi nada. Eso golpea fuerte a las familias”. La erosión, además, avanza sobre casas, restaurantes y caminos, dejando a la población más expuesta al mar.

Las causas de esta crisis son múltiples. Además del cambio climático, los monocultivos de caña, banano y palma africana alteran los nutrientes del suelo, desvían ríos para riego y afectan especialmente al mangle rojo, vital para la estabilidad de estos ecosistemas. La urbanización desordenada y la falta de regulación agravan aún más la situación.

Primeras señales de esperanza

“La sedimentación y la tala han cambiado el curso de los ríos, cerrado lagunas y destruido manglares”, reconoce María Schoenbeck. Para revertirlo, el proyecto Alas y Raíces Resilientes abre mini canales que mezclan agua dulce y salada, esenciales para el mangle y la fauna. Esa restauración es un trabajo arduo que puede tomar entre cinco y diez años, pero ya hay señales de esperanza: han regresado camarones, garzas verdes, mariposas y aves migratorias que encuentran refugio donde antes no había nada.

En Monterrico, aunque son los hombres los que salen a pescar, las mujeres siempre han jugado un papel clave preparando redes y ayudando a vender el pescado. Trabajar juntos, en pareja, ha sido fundamental para la economía familiar. Pero ahora han tomado un rol activo. Ya sea resistiendo desde comunidades atrapadas por el agua o internándose en el manglar con varas de bambú, estas mujeres sostienen con sus cuerpos y sus decisiones la posibilidad de futuro. Más que un ecosistema, restauran la vida.

Mientras en Monterrico, La Curvina, La Avellana, Agua Dulce y El Pumpo restauran lo que el mar arrasa, la pregunta se vuelve urgente: ¿cómo responderán el Estado, la sociedad civil y los sectores productivos ante una crisis que amenaza no solo la biodiversidad, sino también la sobrevivencia cultural y alimentaria de cientos de familias? Porque si la restauración es posible, también lo es el abandono. Y ese sería el verdadero fracaso.

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