Cuando las aves son ‘gente’: el agrónomo que estudió el vínculo de los Awajún con la naturaleza
Íñigo Maneiro explora en un estudio la íntima conexión entre los indígenas de la etnia Awajún y las numerosas especies de aves amazónicas

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“Todos somos gente”, cuenta Íñigo Maneiro, un agrónomo vasco que arribó al Perú en 1994, que le repetían los awajún cuando conversaban sobre las aves y las personas, mientras recorría junto con ellos los bosques de Condorcanqui, una provincia del departamento de Amazonas, ubicado en la selva norte del Perú. Maneiro descubrió en esas voces otro modo de vivir y vincularse con el entorno. “Cuando llegué, no tenía ni puta idea. Nunca había visto un cacao, un pijuayo (especie de palmera amazónica) ni un tucán”, recuerda. La experiencia con este pueblo indígena le hizo darse cuenta de que la naturaleza está formada por distintos sujetos, que no son sólo los humanos sino, también, los ancestros, las plantas y los animales, que también son gente “a su manera”.
Las aves, además, son especiales: se desplazan, saltan, cantan. Son mensajeras de diversos augurios, exhiben plumajes deslumbrantes. Por eso, a las 327 especies que conocen estos nativos, le dedicó su tesis de Maestría en Estudios Amazónicos titulada Relaciones entre aves y humanos-Hacia una ecología de las subjetividades, que pronto se convertirá en un libro. Sumergirse en el estudio es como caminar con los awajún por las densas selvas donde viven, e ir encontrándose con aves de distintos colores, tamaños y costumbres. Como el tucán, al cual ellos llaman Tsukagka, y al que consideran muy hábil, que es “capaz de detectar desde largas distancias al cazador más sigiloso”, y al que es imposible de engañar si se intenta imitar su canto.

Sólo los grandes cazadores logran darle muerte, tiene una carne exquisita y, según relata uno de los nativos en el texto, “su sangre no tiene mal olor”. Más aún: sus plumas sirven para collares, aretes, coronas; su lengua se le da de comer a los niños para que, cuando sean adultos, hablen claro y fuerte. Los curanderos, por si no bastara, usan su pico para tratar la epilepsia y el susto. La caza de animales silvestres está restringida en la Amazonia, pero los awajún, como otros grupos indígenas, tienen derecho de uso sobre ellos para poder sobrevivir.
Maneiro explica en el libro que, tras observar la importancia del tucán, se preguntó cómo sería con las otras aves. Descubrió que los cientos de especies que revolotean por la selva tienen una importancia central para los awajún. Se comunican con los humanos, nombran lugares, dan señales del clima, proporcionan comida y sirven de medicina.
El Nayap (como llaman al halcón tijereta, Elanoides forticatus) les indica que cerca hay huanganas (Tayassu pecari), una pieza de caza muy apreciada. El Au (cotinga de garganta morada, Cotinga cayana) sale cuando va a asomar el sol; el Chaji (martín pescador, Chloroceryle amazona), señala dónde hay ríos y quebradas, que pueden estar poblados de muchos peces.
Dentro de los ojos del Chaji, además, hay un líquido que se extrae para ser frotado en los ojos. De ese modo, se puede “ver de lejos el pescado cuando se sale a pescar”, relata uno de los indígenas a Maneiro. A esto que, en términos científicos, se le puede llamar ‘transferencia’, los awajún lo llaman tapiku y puede observarse en la relación con numerosas aves del bosque.

Sujetos, no objetos
“Para Occidente, el humano dejó de ser animal y se volvió humano; para los amerindios, lo humano es común a todos”, dice Maneiro, citando al antropólogo Philippe Descola, un autor clave para su estudio, y para explicar cómo es la transferencia entre los awajún. Si una mujer come el Kuintam (trepador de cola larga, Deconychura longicauda), su hijo trepará bien; si come Waga (perdiz grande, Tinamus major), el niño caminará rápido por el monte.
Una vez que se les considera sujetos, seres con intencionalidad, con los que se convive en un sociosistema, estas transferencias son esperables, no únicamente en el sentido positivo. También se cree que si se come el Bijanchichi (ave sin nombre científico), la persona se puede volver inquieta. A veces, incluso, la transferencia no viene por el gusto, sino por otros sentidos. Se recomienda no mirar el Yakakau (tatatao, Ibycter americanus) porque contagia la pereza, ya que, según relata el awajún Gerardo Wipio, “fue una persona muy ociosa”.
Ese sentimiento de que los animales son también ‘gente’ marca la vida, el vínculo con la naturaleza de este pueblo. Para ellos, las aves también se presentan a sí mismas, con su canto, con su plumaje. “Cuando se convirtieron en las aves que son, quedó su maquillaje natural”, le dice a Maneiro Teófilo Ukunchan, otro de los awajún que lo informa.

El color del Kupi (zorzal, Catharus minimus) es plomo; el del Tsagke (tangara enmascarada, Ramphocelus nigrogularis), rojo; el del Juitam (turpial, Icterus croconotus), amarillo. Según el estudio, los awajún dicen que así las aves muestran su poder interior, porque sus plumas son “condecoraciones militares”. Y si son sofisticadas, sirven, a su vez, para seducir.
Por añadidura, nombran lugares, personas o plantas en la selva amazónica. Un tipo de yuca que se cultiva se llama Paum mama (paloma/yuca), porque es del color cenizo de la paloma Paum (Columbia livia). A una persona de piel oscura le puede decir Baitug, que viene de Bait (guardacaballo, Crothopaga ani). A una comunidad se le puede llamar Jempe (colibrí).
Cantos de vida y sentimiento
Una forma cultural, hermosa y reveladora, del mundo awajún son los anen que, como señala Maneiro, son “cantos con poder y sentimiento que se dirigen a plantas, animales, personas, espíritus”. En ellos, las aves también son protagonistas. Cuando alguien sale a cazar, para que le vaya bien, canta un anen que está dirigido a los dueños tutelares de los animales.
Si un hombre se va de viaje a otra comunidad, su mujer canta un anen, que puede estar lleno de nostalgia y melancolía, en el que menciona a un ave. Puede ocurrir entonces que, allá lejos, el hombre escucha el canto de tal ave y querrá regresar pronto, porque esta le transmitió la tristeza. No es casual que, en lengua awajún, enamoramiento se dice aneamu; y corazón anemtai.

Maneiro llegó a la Amazonia pensando que se iba a “comer el mundo”. Y ahora sabe que las aves no son sólo cosas para comer: son seres que te cuentan cómo anda el clima, cómo es el bosque o cómo eres tú mismo. “Todo eso hace que establezcas equilibrios con la naturaleza. Hasta si te comes un pájaro, no es de cualquier manera, porque no es solamente un objeto”.
Pero en Condorcaqui y en toda la Amazonia la avifauna está en declive. Y la fabulosa memoria awajún respecto de las aves, que ayuda a los científicos, se está perdiendo. Eduardo Ismiño, otro de los indígenas que ayudó a Maneiro, sostiene que por eso este libro es importante. “Quedará como un patrimonio del pueblo awajún”, afirma.
Como sus hermanos de sangre, cree que las aves “antes han sido personas fuertes, guerreras, responsables”. Y que sus espíritus los llenan de fortaleza. Son también ‘gente’, en un país que tiene la mayor diversidad de especies aves de todo el planeta (1879). Pero donde muchos ignoran que un Tsukagka, un Juitam o un Nayap les están hablando.
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