Es el territorio, ¡estúpidos!
No habrá paz si no se garantiza la gobernanza del territorio, y se entiende que este es heterogéneo y no homogéneo. El desafío es crear Estado, mercado y desarrollo en toda la geografía

Para analizar y entender la violencia terrorista perpetrada en Cali (Valle del Cauca) y Amalfi (Antioquia) la semana pasada, y buscar soluciones, hay que preguntarse cuál es la razón por la que históricamente el Estado colombiano se ha visto obligado a negociar la ley, antes incluso de que existiera como tal, durante el periodo colonial español Hay quienes creen que el problema es de falta de autoridad, de actitudes blandengues y permisivas, o culpa de los presidentes “que compiten a ver quién es más regalado”. Si así fuese, el problema no sería problema.
Negociar la ley, perdonar rebeldes y criminales para conseguir lealtades políticas es una práctica antigua desde los tiempos coloniales. Me haría demasiado extenso si me refiriera a esto. A manera de ejemplo, merecen citarse el indulto del virrey Amar y Borbón de 1808 en la Nueva Granada para tratar de garantizar el orden y fortalecer las milicias del reino ante la invasión napoleónica. Un indulto tan amplio que incluía a desertores y a contrabandistas, siempre y cuando se pusieran al servicio de la defensa del monarca en aprietos. O el del virrey Antonio Caballero y Góngora, en nombre de Carlos III, tras la Revolución de los Comuneros (1782), ante la imposibilidad de castigar a todos los sublevados; o las negociaciones de Carlos II con los asaltantes de las barcazas que transportaban el oro y la plata, forzado a reconocerles la propiedad de la tierra a los palenqueros. Y más atrás todavía, con Felipe II, quien expidió una cédula real para el gobernador de Cartagena de Indias, donde le ordenaba que hiciera saber que los negros esclavizados que anduviesen fugados y volvieran a servir a sus dueños se les perdonaría cualquier cosa que hubiesen hecho. El listado de perdones reales, pues, es extenso.
Y en tiempos republicanos ni se diga. En este espacio no cabrían, aun si mencionáramos solo a las amnistías e indultos otorgados durante el siglo XX, comenzando con la Guerra de los Mil Días y los tratados de paz de Neerlandia, Wisconsin y Chinácota, que amnistiaron a cuantos directa o indirectamente tomaron parte en la revolución. O el perdón del general Rojas Pinilla, ordenado a menos de una semana de dar el golpe de Estado, a quienes hubieran estado comprometidos en alteraciones del orden público. La amnistía y el indulto fueron exigencias innegociables de los alzados en armas para poner fin a la violencia, desde antes de la llegada de Rojas, tanto en los Llanos Orientales como en el sur del Tolima. Su gobierno accedió a las peticiones con el decreto 1823 de 1954 y otorgó una amnistía amplia e incondicional. Tras su caída, Alberto Lleras Camargo (1958-62), procedió igual, antes de cumplir el primer año expidió el decreto 328 de 1958, y dispuso la suspensión de la pena y del proceso penal a quienes hubieran cometido delitos políticos en Caldas, Cauca, Huila, Tolima y Valle del Cauca, en donde proliferaban grupos en armas al margen de la ley. Recordemos que también Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) otorgó una amnistía para los delitos cometidos en la Universidad Nacional durante octubre de 1966 y junio de 1967. Esa ha sido la historia de Colombia. Negociar la aplicación de la ley, ha sido una constante.
Reprimir o negociar
De allí que los gobiernos y la opinión pública se hayan movido de manera pendular entre negociaciones de paz y la guerra. La política de zanahoria y garrote. Algunos desde la debilidad, como Andrés Pastrana (1998-2002), y otros desde la fortaleza, como Álvaro Uribe (2002-2010), que negoció con los grupos paramilitares y buscó sin éxito la rendición de las guerrillas.
Para responder a la pregunta inicial, diré que el Estado ha tenido que negociar la ley porque ha sido incapaz de gobernar todo el territorio nacional, en algunas zonas éste es una ficción. No puede garantizar el imperio de ella, ni cumplir con las dos principales funciones de todo Estado: dispensar justicia y seguridad. Hay cientos de estudios sobre este viejo problema. Vienen a mi memoria tres textos: El revés de la nación. Territorios salvajes, fronteras y tierras de nadie, de Margarita Serge; País fragmentado, sociedad dividida, de Marco Palacio y Frank Safford; y el ya clásico, de Orlando Fals Borda, Germán Guzmán y Eduardo Umaña Luna, La violencia en Colombia.
Los gobiernos de Belisario Betancur y Virgilio Barco entendieron que la violencia estaba relacionada con la falta de ocupación y desarrollo del territorio, e impulsaron procesos de descentralización y de fortalecimiento territorial, ante el fracaso del Estado central. Barco creó el Plan Nacional de Rehabilitación (PNR), para corregir el desequilibrio y la debilidad estatal en zonas periféricas, y luchar contra la pobreza. También lo entendieron así los constituyentes del 91, al consagrar la elección popular de gobernadores, la autonomía territorial y declarar que el municipio es la entidad fundamental del Estado. Desafortunadamente, las contrarreformas volvieron letra muerta este avance.
Una crisis de Estado
El editorial de EL PAÍS lo resume con claridad: “Colombia está atrapada en una paradoja. El Estado es demasiado fuerte para ser derrotado, pero demasiado débil para imponerse en muchas partes del territorio. La paz total naufragó porque se quiso sustituir esa tarea de Estado por la ilusión de que las mesas de negociación podían resolver lo que en el fondo es un problema de ausencia institucional”. Es difícil resumirlo mejor. La conclusión es dramática: no habrá paz si no se garantiza la gobernanza del territorio, y se entiende que este es heterogéneo y no homogéneo. El asunto no es de cojones. Ni de bombardear pueblos y veredas, como lo hiciera Guillermo León Valencia (1962-66) con la operación Marquetalia para combatir las “Repúblicas independientes”. El desafío es crear Estado, mercado y desarrollo en toda la geografía. Y eso demanda una reforma estructural (léase constitucional), de la que casi nadie habla. Lo demás es repetir lo hecho una y otra vez, para volver a fracasar, como fracasará la paz total. Es un asunto político, no militar, ni de testosterona presidencial.
El auge de las millonarias economías criminales transnacionales (narcotráfico, contrabando y minería ilegal, básicamente) hacen que el Estado no tenga nada que ofrecerles para que se sometan a la ley y abandonen la violencia, aunque esgriman motivaciones políticas. Ni siquiera la extradición a los Estados Unidos, a la cual ya no temen porque negocian y regresan a seguir delinquiendo. Fortalecer y desarrollar el territorio, darles poder a las comunidades locales y a las autoridades subnacionales, para que no dependan de los escritorios bogotanos y se puedan liberar de las mafias que los esclavizan y explotan, es la alternativa.
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