La guerra perdida
Los grupos armados organizados en Colombia ya tienen armas más modernas y sofisticadas que las que tiene el Ejército


Con cada día que pasa, con cada mes que pasa, Colombia se acerca inexorablemente a perder la guerra contra el narcotráfico. Algunos dirán que ya está perdida, pero la verdad es que aún nos quedan unos mínimos chances para intentarlo. Todo es cuestión de tiempo y ese es el problema: tiempo no hay.
El atentado terrorista de la semana pasada en Cali y la muerte en Antioquia de los policías que se movilizaban en el helicóptero que cayó por el presunto impacto de un dron, dicen mucho más de lo que señalan los titulares.
Por un lado, el atentado contra la base de la Fuerza Aérea Marco Fidel Suárez evidencia, una vez más, que resulta inconveniente tener una base militar – la que sea – dentro del casco urbano de una ciudad, asunto que se vuelve aún más problemático cuando dichas bases se ubican en el entorno de barrios residenciales vulnerables. Sin embargo, el sustrato más importante de la historia del ataque al helicóptero es que los grupos armados organizados en Colombia ya tienen armas más modernas y sofisticadas que las que tiene el ejército o las que fabrica la Industria Nacional Militar (INDUMIL).
Mientras que las bandas tienen drones que lanzan bombas, el Estado colombiano a duras penas tiene un dron llamado Dragom que apoya las misiones de las Fuerzas Armadas mejorando la vigilancia aérea, el control territorial y la protección de infraestructuras. Es decir, estamos quedados, muy atrasados por no decir que llegando tarde a la modernización de nuestras Fuerzas Militares. Para nadie es un secreto que las nuevas tecnologías para la guerra han de ser implementadas con urgencia en Colombia, mientas se mantenga viva la constante amenaza de las bandas organizadas que se lucran de las economías ilícitas.
Pero hay un inmenso problema: dinero. Mientras que los capos del narcotráfico, la minería ilegal y la trata de personas amasan y amasan dinero en cantidades inconmensurables que no solo les permite pagar a sus hombres, sino comprarles las más novedosas armas para hacer frente al Estado colombiano, el Estado por su parte atraviesa por una de sus más graves crisis de presupuesto; se aleja de los Estados Unidos, socio militar de toda la vida y garante de que no nos ahoguemos en la obsolescencia; y para colmo de males a dichos capos les hacemos concesiones que resultan inexplicables con el único objetivo de sentarlos en una mesa para explicarles “cómo es eso de la paz total y cómo podrán ellos someterse a la justicia”.
La situación es preocupante, pues, como lo registró el Financial Times la semana anterior, los grandes grupos que en América Latina se dedican al narcotráfico y demás economías ilegales ya están superando en ingresos el PIB de varios países del continente (y no precisamente los más pequeños). Si la situación sigue en esa dirección lo que nos espera en unos pocos años será el final de las democracias tal y como las conocemos para consolidar estados parecidos a Venezuela donde narcotráfico y gobierno se funden para crear un gobierno que no piensa en sus ciudadanos, ni defiende libertades, sino que se dedican únicamente a garantizar que el negocio que hace ricos a los narcotraficantes siga siendo el rey.
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