Diez años del éxodo forzado que redefinió la frontera colombo-venezolana
La mayor deportación masiva de colombianos en la historia, ejecutada por un presidente hijo de madre cucuteña, fue el primer paso de la crisis migratoria


Ni siquiera los que cargaban sobre sus hombros pesadas neveras, colchones y lavadoras, con al agua marrón del río Táchira hasta la cintura –en otros tramos les llegaba hasta el cuello–, fueron indiferentes a la letra del himno colombiano, el Oh gloria inmarcesible. Para entonces, los agentes de la Policía de Colombia ya formaban cadenas humanas entre las aguas para ayudarlos a cruzar la frontera con sus trasteos, y alguno de los uniformados empezó a entonarlo con un efecto contagioso. Esta semana se cumplen 10 años desde aquella escena de agosto de 2015, cuando el régimen de Nicolás Maduro expulsó de la noche a la mañana a miles de colombianos afincados en la vecina Venezuela, que regresaron apresuradamente por sus enseres, presas del pánico de perderlo todo. Fue el primero de los muchos capítulos de la crisis fronteriza, migratoria y humanitaria entre Colombia y Venezuela, que en muchos sentidos se prolonga hasta hoy e impacta a toda la región.
La constante convulsión que sufre la República Bolivariana bajo el heredero de Hugo Chávez, junto con el acuerdo de paz que sellaron en 2016 el Gobierno de Colombia y la extinta guerrilla de las FARC, han invertido la tendencia histórica del flujo migratorio entre dos países que comparten una porosa frontera de más de 2.200 kilómetros. Cerca de tres millones de venezolanos han llegado en los últimos años a Colombia, por mucho el principal país de acogida de la diáspora venezolana, a los que se suman cientos de miles de retornados. Pero antes fueron los colombianos quienes emigraron en masa a la “Venezuela Saudita” que disfrutaba la bonanza petrolera de los años 70, o los que huyeron desde los 90 de los horrores de un conflicto armado que desbordó las fronteras. La mayoría de los expulsados por Maduro en 2015 ya habían pasado por algún tipo de desplazamiento forzado, según ha documentado el Centro Nacional de Memoria Histórica colombiano (CNMH).
Los lazos de solidaridad y hospitalidad crecieron de la mano de los barrios de invasión que se asentaron del lado venezolano de la frontera. Esa convivencia voló por los aires a mediados de 2015, cuando el Gobierno de Maduro lanzó las Operaciones de Liberación del Pueblo (OLP). En una frontera que es también un corredor para el tráfico de armas, drogas, contrabando y combustibles, las OLP en teoría estaban dirigidas contra el “paramilitarismo colombiano”, pero consistieron en una escalada contra los colombianos que incluyó inspecciones arbitrarias, intimidación, saqueos y demoliciones. Las autoridades marcaban las casas con ‘R‘ de requisa y ‘D‘ de derribar.
El presidente Juan Manuel Santos llegó a asemejar la actuación del Gobierno de Venezuela con los nazis. “Esas imágenes de unas casas humildes pintadas con una ‘D’ y luego pasan los bulldozers demoliendo esas casas… eso no se veía sino desde los guetos alemanes contra los judíos antes de la Segunda Guerra Mundial”, se lamentó en su momento en una entrevista con CNN.
“Al llegar al margen colombiano no podía creer lo que veía: hombres y mujeres caracoles que se echaban la casa al hombro y al lomo, amarradas con cinchas, cuerdas desflecadas, y cauchos estirados a todo dar”, rememora la periodista colombiana Catalina Lobo-Guerrero, testigo de primera mano, en su libro Los restos de la revolución (Aguilar, 2021), una crónica de sus años como corresponsal en Venezuela. “Hombres y mujeres pulpos, que sostenían poltronas, neveras, armarios y tanques de agua más grandes que ellos, con la fuerza de sus brazos, piernas, cabezas y espíritus. Hombres y mujeres hormigas, que avanzaban en filas, sin parar a descansar, por entre trochas grises y maleza verde que crecía sin control, a lado y lado del río, por donde normalmente circulaba el contrabando”.

Los colombianos expulsados habían regresado pocas horas después por sus enseres. “Las autoridades colombianas no pudieron evitarlo”, relata Lobo-Guerrero. “Los mismos que habían sido detenidos, reseñados, censados y deportados con la advertencia de que si los volvían a agarrar en territorio venezolano, les iban a meter entre cinco y ocho años de cárcel, se habían escapado de los albergues a medianoche y habían cruzado por entre el río Táchira. Habían vuelto a recuperar lo que les pertenecía y habían dejado entre sus casas en los barrios La Invasión, Ezequiel Zamora, Mi Pequeña Barinas, el Che Guevara, La Virgen de Guadalupe, Libertadores, Los Mangos, Jaime Caro”, detalla sobre la escena que observaba, entre aterrada y admirada.
“Había gente que llevaba muchos años en el vecino país y muchos de ellos ni conocían Colombia”, recuerda por su parte la diplomática María Ángela Holguín, canciller durante los ocho años de Santos, en su libro La Venezuela que viví (Planeta, 2021). “Se contaban por cientos los matrimonios de venezolanos y colombianos separados a la fuerza porque solo sacaban a los colombianos. También, madres colombianas alejadas de sus hijos porque estos eran venezolanos”.
Fue el preludio del cierre de la frontera que se prolongó durante varios años –la reapertura plena solo se concretó en 2022, con el Gobierno de Gustavo Petro–. El episodio se saldó con la deportación de unas 2.000 personas y el retorno masivo de más de 22.000 según las cifras oficiales, aunque varias organizaciones de la sociedad civil elevan ese número hasta 32.000. Colombia respondió a la emergencia con albergues, decretos para la reunificación familiar y nacionalización de menores. El Gobierno venezolano nunca pidió disculpas, reconoció su responsabilidad u ofreció una reparación para esas familias colombo-venezolanas que arrojó a la calle.
“Sin lugar a dudas, lo que sucedió transformó las dinámicas de movilidad humana entre Colombia y Venezuela”, apunta Ronal Rodríguez, investigador del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario, en Bogotá, que prepara la publicación de un libro sobre la respuesta colombiana a la migración proveniente de Venezuela en estos diez años. “Hasta ese día, los colombianos sentíamos que Venezuela era un territorio seguro para protegernos del conflicto armado. Pasó de ser un lugar de refugio a un lugar de expulsión”, añade. Subraya la enorme paradoja de que fuera el hijo de una colombiana, Maduro, quien se convertía en el opresor del pueblo colombiano en Venezuela y el que instrumentalizó esa nacionalidad para sus fines políticos. “Nunca habíamos tenido un presidente venezolano tan hostil. No solamente por la acción que se cometió ese día, sino por el discurso xenófobo que la precedió”. Sin ninguna evidencia, Maduro acusó a Colombia de los graves problemas económicos que padecía Venezuela, entre ellos la escasez de alimentos.
La llegada de los expulsados fue la primera cuota de los millones de venezolanos que llegaron luego a Colombia, señala Rodríguez. La migración no se mide en unos cuantos años, se mide en décadas y generaciones que van transformando de a poco las sociedades receptoras, destaca. Colombia, a pesar de que sigue siendo un país que expulsa a capas importantes de su población, comenzó entonces a convertirse también en un lugar de acogida, con una serie de políticas, en distintos gobiernos, que la han puesto a la vanguardia de América Latina. Entre muchas otras, un celebrado Estatuto Temporal de Protección para Migrantes Venezolanos. “El 2015 cambió como nos percibimos, y cómo se percibe a Colombia en la región”, concluye.

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