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‘La casa’, un documental que recupera el lado íntimo de ‘Cien años de soledad’

La obra culmen de Gabriel García Márquez fue escrita en Ciudad de México en medio de la estrechez económica, pero entre familiares y amigos

Tráiler del documental 'La Casa'Vídeo: Youtube Eva Villaseñor

El 11 de enero de 1967 cayó sobre Ciudad de México la última nevada chilanga del siglo XX. La nieve, que no se veía en la ciudad desde 1920, alcanzó los ocho centímetros de espesor a las tres de la madrugada, vistió de blanco las alas del Ángel de la Independencia y congeló los troncos de los ahuehuetes en el Bosque de Chapultepec. En las Lomas de San Ángel Inn, la casa donde vivía Gabriel García Márquez parecía sacada de un cuento de Hans Christian Andersen. Diego García Elío, amigo íntimo de la familia, la visitó por la mañana y se tomó una fotografía en el jardín invernal. Era la primera vez que conocía la nieve. Un guiño espontáneo y muy curioso, pues a pocos metros de ahí, en el estrecho cuarto de estudio, García Márquez hacía los ajustes finales de Cien años de soledad, una novela que empieza, precisamente, con el recuerdo de la tarde en que Aureliano Buendía conoce el hielo.

Este tipo de escena familiar donde la realidad dialoga con la imaginación del escritor colombiano es el cimiento de La casa (2025), un documental sobre la vida íntima que rodeó la creación de Cien años de soledad. Mediante evocaciones y anécdotas contadas por Rodrigo y Gonzalo García Barcha (los hijos varones de García Márquez), la directora Eva Villaseñor recupera el contexto cotidiano en el que se produjo la saga de los Buendía. Y lo hace mientras Rodrigo y Gonzalo recorren cada recinto de aquella mítica casa, hoy sede de la Fundación para las Letras Mexicanas.

Se trata de un proyecto modesto, pero riguroso, que comenzó en México a principios de mayo de 2024 con una idea original de Juan Villoro y se concretó el pasado 27 de julio en Colombia, cuando tuvo su preestreno en la decimotercera versión del Festival Gabo. Durante cincuenta y seis minutos, los objetos y espacios aparentemente anodinos que acompañaron a García Márquez en la redacción de su libro cobran un sentido especial y humanizan el genio creativo del autor. Es el caso de la sala de visitas del primer piso, ocupada tan solo por un tocadiscos porque no había dinero suficiente para comprar muebles. Se sabe, por los biógrafos, que en aquella época García Márquez tenía tres vinilos: A Hard Day’s Night, el tercer álbum de estudio de los Beatles; una selección de preludios de Claude Debussy y otra de conciertos para piano de Béla Bartók. Los hermanos García Barcha añaden dos más: un disco con las canciones que Lucha Villa interpretó para El Gallo de Oro, el relato de Juan Rulfo que García Márquez y Carlos Fuentes adaptaron al cine en 1964, y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, el emblemático elepé que los Beatles lanzaron el 26 de mayo de 1967, apenas once días antes de que la Editorial Sudamericana distribuyera Cien años de soledad. Esta música constituye la banda sonora de Macondo, aunque luego García Márquez definiera su novela como un vallenato de cuatrocientas páginas.

En el documental también se cuenta que la sala de visitas, vacía por las estrecheces económicas, se llenaba en las navidades con los numerosos regalos que los amigos de García Márquez enviaban a la familia. Estos amigos eran, por lo general, los mismos que visitaban frecuentemente la casa: artistas como Luis Alcoriza, Carlos Fuentes, Arturo Ripstein, María Luisa Elío y Jomí García Ascot. Álvaro Mutis, que solía asustar a los niños tan pronto cruzaba el umbral (“¡llamen a Herodes!”, gritaba), jugaba con Gabo y García Ascot a recitar de memoria poemas completos del Siglo de Oro español o versos sueltos de Pablo Neruda, Jorge Luis Borges y Gabriela Mistral.

Revivida por el testimonio de Rodrigo y Gonzalo, la camaradería entre los amigos de García Márquez corrobora una idea planteada por varios ‘gabólogos’: Cien años de soledad podrá ser un libro sobre la soledad, pero fue escrito con una inmensa y valiosa compañía. “Trabajaron para mí”, le dijo el novelista a Elena Poniatowska en 1973. “Ahora me doy cuenta de verdad que todos ellos estaban trabajando en Cien años de soledad, y no solo no lo sabían entonces, sino que tengo la impresión de que no lo saben todavía”.

El interés de Eva Villaseñor por la privacidad del escritor desafía las posiciones más conservadoras de estudiosos que prefieren centrarse exclusivamente en el universo narrativo del autor. “Explorar la intimidad de las personas en toda su complejidad es lo que hace que las conozcamos”, argumenta la directora. “Se endiosa mucho a García Márquez como narrador, pero creo que su figura es todavía más genial si lo vemos como un humano lleno de dudas y miedos, condicionado por su núcleo más cercano de amigos y familiares”.

De este enfoque tan personal surge un conjunto de situaciones domésticas que acontecieron durante el proceso de escritura de Cien años de soledad y que pasaron desapercibidas para periodistas e investigadores. Se revela, por ejemplo, que García Márquez hizo la dieta de los carbohidratos, quizá al mismo tiempo en que relataba el episodio donde Aureliano Segundo disputaba ante Camila Sagastume, alias La Elefanta, el título del glotón mejor calificado del litoral. Rodrigo menciona que, a la hora del almuerzo, su padre sacaba una pequeña libreta en la que anotaba las calorías de los alimentos que Mercedes Barcha servía en el comedor, tal vez en el instante en que Gonzalo disparaba dos o tres preguntas sobre el mundo y García Márquez le respondía con una mezcla de arrogancia y alucinación: “¡Eso está en Cien años de soledad! ¡Todo está en Cien años de soledad!”.

Villaseñor sigue al pie de la letra la lección de Melquíades cuando exhibió sus lingotes imantados: “Las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánima”. En el cuarto de estudio, según se aprecia en el mediometraje, el objeto más vivo era la mesa donde García Márquez escribía. Los hermanos García Barcha la recuerdan tal como aparece en la fotografía que le tomó Guillermo Angulo en octubre de 1965: rectangular, firme, con las dimensiones estrictas para soportar, en un principio, la Torpedo 18 que Gabo usó para iniciar la novela y, meses más tarde, a la Smith-Corona Electric 12 con la que condenó a los Buendía a un destino solitario sin segundas oportunidades sobre la tierra. A fines de 1967, poco antes de mudarse para Barcelona, el pequeño escritorio pasó a manos de dos amigas de la familia. García Márquez rotuló sobre la superficie una sentida dedicatoria: “Para Aline e Irene, en esa mesa donde se escribió la pinche novela”.

El teléfono, la ducha olímpica, la cajuela del automóvil, los libros en la habitación de los niños: cosas sencillas cuyas historias privadas despiertan por la nostalgia de Rodrigo y Gonzalo. El televisor a blanco y negro que hubo en el segundo piso introduce los programas que se veían en la casa mientras el coronel Aureliano Buendía promovía sus 32 levantamientos armados: Batman, Las Aventuras de Rin Tin Tin, Combat! y una que otra sesión de TeleKinder, esa especie de guardería a distancia conducida por Pepita Gomís. García Márquez escribía desde las nueve de la mañana hasta las dos de la tarde, siempre con la puerta entreabierta. Mercedes se encargaba de que ningún ruido lo desconcentrara. Sin embargo, cuando el silencio se rompía, ya sea porque sus hijos se desternillaban de la risa o en la tele sonaba algún rock & roll como “Despeinada”, podía oírse su grito por toda la casa: “¡Cállense, carajo!”. El único sonido permitido era el de la máquina de escribir, ese tecleo tan similar a la ráfaga de un pelotón de fusilamiento y que invadía cada recinto a su alrededor junto con el humo de los 60 cigarrillos diarios que García Márquez se fumaba.

La casa es una obra sobre las relaciones filiales que explota respetuosamente la curiosidad por la vida cotidiana de uno de los narradores más destacados del siglo XX. Cuenta lo que ocurre al otro lado del cuarto de Melquíades, el mundo que continuaba girando mientras el novelista descifraba los pergaminos de su ficción literaria. Después de su preestreno en Bogotá, durante el Festival Gabo, se proyectará en México y otros países de América Latina con la esperanza de que los espectadores adquieran esa perspicacia de los gitanos que llegan a Macondo, cuya mirada parece conocer “el otro lado de las cosas”.

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