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Conflicto armado colombiano
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La quimera de la paz

Se cumplen tres años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad, y Colombia sigue reciclando sus violencias. El conflicto armado, alentado por el narcotráfico, sigue latente

Entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad,en Bogotá, el 28 de junio de 2022.

A tres años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad (CEV) varias preguntas rondan sobre la voluntad política del gobierno y las instituciones del Estado para cumplir con las recomendaciones que entregó la entidad. En su cuarto informe, el Comité de Seguimiento y Monitoreo hace un llamado al presidente Gustavo Petro y al gobierno nacional para la construcción de un Pacto Político Nacional que elimine la violencia de la política y que dé apertura a la construcción de la Paz Grande.

Hablar de paz en un país que ha reciclado sus violencias pareciera ser una utopía, más aún sobre la realidad de un conflicto armado latente en las periferias del país y con acciones armadas espontáneas en ciudades capitales. El nombre del informe final de la CEV, Hay Futuro si hay verdad, plantea una proposición condicional que, si respondiera al trabajo de las organizaciones sociales y la lucha de las víctimas, estaríamos viviendo en ese futuro, es decir, en una transición hacia la búsqueda de la justicia social y la eliminación de todas las formas de violencia en el ejercicio de la política y la vida.

Distante de ese deseo, la realidad bajo la cual trabajó la CEV, a diferencia de otras comisiones de la verdad del mundo, fue bajo la sombra de un conflicto armado en curso. El anhelo y esperanza de la puesta en marcha del Sistema Integral de justicia transicional contrastaba con la cruda realidad territorial que reflejaban los primeros años del posacuerdo con las extintas FARC-EP. La guerrilla del ELN y el Ejército Gaitanista de Colombia- antes AGC- en expansión, el rearme de facciones disidentes del proceso de paz y las bandas locales disputándose el control del microtráfico en cabeceras urbanas.

Haber trabajado para cumplir el mandato de la CEV supuso conocer a profundidad el clamor de una Colombia herida por la guerra y otra Colombia indiferente de la cruda realidad de quienes no habitan en las grandes ciudades. La zozobra, temor y conmoción que produjo el atentado contra el senador Miguel Uribe en Bogotá es lo que no han dejado de vivir los líderes sociales, comunales y ambientales, los firmantes de paz, los consejeros indígenas y nuestra Colombia de las zonas rurales y periféricas azotadas por la violencia a lo largo de estas últimas décadas. Una cartografía del horror que normalizamos y cuyo registro vemos a diario, en las redes sociales, como si se tratara de un comercial televisivo más.

A más de cuatro años del cierre de las oficinas territoriales de la CEV, quedó evidenciada la veracidad de los testimonios tomados a campesinos, afros y comunidades indígenas en territorio. Según los relatos, si bien los índices de violencia disminuyeron y la tranquilidad parecía tomarse los cascos urbanos y veredas, lo que en realidad se fraguaba era la configuración territorial y armada que hoy sufren en territorio: guerra abierta por el control de las rutas del narcotráfico, incremento de las acciones armadas, secuestros, desplazamientos forzados, confinamientos y una larga lista de violaciones de los derechos humanos.

Tanto el Informe Final de la CEV como el cuarto documento del Comité de Seguimiento reconocen el entrelazamiento del conflicto armado y el narcotráfico. Los cultivos de uso ilícito y el narcotráfico han promovido una violencia en la que a sangre y fuego los grupos armados se han disputado su control, renovando sus repertorios de guerra y dejando como saldo más de 10 millones de víctimas. El Estado, por el momento, no ha abandonado la desmilitarización de la guerra contra las drogas y ha continuado con una política enfocada en indicadores -hectáreas erradicadas, capturadas- que no miden los impactos socioculturales, ambientales y económicos de las comunidades en territorio.

Fuera de los discursos del presidente Gustavo Petro sobre el cambio de paradigma en la lucha contra las drogas ante organismos internacionales, el Gobierno no ha avanzado en la promesa de generar nuevos indicadores que tengan en cuenta el contexto de quienes habitan las zonas productoras de hoja de coca y de quienes hacen parte del eslabón más débil de la cadena del narcotráfico. Por el momento, no existe un enfoque en derechos humanos y salud pública, una petición de antaño de organizaciones campesinas e indígenas y una recomendación de la CEV.

El último Informe Mundial sobre drogas posicionó a Colombia como el primer país productor del alcaloide a nivel mundial, una razón más para que el Estado, en cabeza del presidente Gustavo Petro, implemente las recomendaciones de la CEV, las cuales plantean salir del prohibicionismo a nuevos modelos de sustitución legal estricta; vincular a los campesinos y comunidades indígenas en diálogos permanentes que permitan conocer sus demandas; la renegociación del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) y, por último, avanzar en una reformulación de la política internacional de drogas con Estados Unidos, un imposible de materializar en la era Trump.

Los informes previos del Comité de Seguimiento evidenciaron las fallas metodológicas de la política de Paz Total y la falta de inclusión de la sociedad civil en las conversaciones con grupos armados –a excepción de la instaurada con el ELN-. Otra de las críticas recae en los niveles de centralismo con los que se han diseñado las políticas de construcción de paz, un error estructural que, lejos de incluir enfoques interseccionales y la autonomía de los procesos territoriales, se han enfocado en resolver problemas nacionales carentes de escucha territorial y diferencial.

El llamado, nuevamente, a la sociedad en general, sobre todo a aquella que no vive la guerra ni ha sentido los impactos de los más de cincuenta años de conflicto armado, es a pensar que la implementación del Acuerdo de la Habana y la construcción de paz es una necesidad para el futuro de la nación, de toda, de la Colombia que dijo sí al Plebiscito y de la Colombia que dijo que No.

Pese al asedio de los órdenes sociales armados instaurados en sus territorios y las violencias ejercidas por todos los actores armados, las comunidades nos han enseñado, con muertos de por medio, que la persistencia por el silenciamiento de los fusiles y la construcción de la paz con justicia social debería ser un clamor nacional. Seguimos fallando, les seguimos fallando en el anhelo de una Paz Grande por la indiferencia y clasismo con el que vemos a quienes habitan la otra Colombia, la de la guerra.

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