¿Hemos sacrificado los valores de la Navidad?
Tal vez el reto de nuestro tiempo no sea elegir entre una Navidad religiosa o secular, sino evitar que sea vacía. Una fiesta de consumo, desprovista tanto de fe como de ética

Como católico y latinoamericano, hay algo que cada diciembre me llama más la atención que el encendido de luces o las vitrinas decoradas: la transformación silenciosa —pero profunda— del significado de la Navidad. Cuando era niño, la celebración giraba naturalmente en torno al pesebre, al Niño Dios, a la misa de gallo y a una narrativa compartida sobre el nacimiento de Jesús. Hoy, en muchos lugares, ese relato ha sido desplazado por otro: Papá Noel en lugar del Niño Dios, árboles y renos en vez de belenes, y una banda sonora dominada por crooners del hemisferio norte como Frank Sinatra o Michael Bublé.
“I’m dreaming of a White Christmas”, cantan, evocando nieve, noches frías y chimeneas encendidas. Incluso cuando la música apela a valores universales —el calor del hogar, el reencuentro familiar, el romance de un beso bajo el muérdago (mistletoe, como muchos lo llaman incluso en español)—, rara vez se menciona la religión, a Jesús o al pesebre. No es anecdótico: en muchas ciudades resulta casi imposible encontrar una tarjeta de Navidad con motivos religiosos; abundan las de Papá Noel, árboles o copos de nieve, pero escasean las que aluden al nacimiento de Cristo.
Esa constatación personal me llevó a una pregunta más amplia: ¿qué ocurre con los latinos que emigran a Estados Unidos —en su mayoría formados en países de tradición católica— y cómo se compara su evolución religiosa con la de América Latina?
Los datos ayudan a poner contexto a la intuición. Según el Pew Research Center, cerca del 65% de los latinos en Estados Unidos fueron criados como católicos, pero hoy solo alrededor del 43% se identifica como tal. Es decir, casi uno de cada cuatro latinos en EE UU es un “excatólico”. ¿A dónde van? Principalmente, a dos destinos: el grupo de los no afiliados religiosamente —los llamados “nones”—, que ronda ya el 30%, y, en menor medida, a iglesias protestantes, en especial evangélicas.
En América Latina el proceso es más lento, pero sigue la misma dirección. Pew y Latinobarómetro muestran que, aunque el catolicismo sigue siendo mayoritario, su peso ha disminuido de manera sostenida en las últimas décadas, mientras crece tanto el protestantismo como la no afiliación religiosa. En países como Chile, Uruguay o México, el porcentaje de personas que se declaran sin religión —incluidos ateos y agnósticos— ha aumentado de forma notable, especialmente entre jóvenes urbanos.
Conviene matizar: secularización no es sinónimo automático de ateísmo militante. La mayoría de los no afiliados no se define como atea estricta, sino como “nada en particular”. Aun así, el espacio social de lo religioso se ha reducido, y con él, la centralidad explícita del relato cristiano en celebraciones como la Navidad.
La pregunta incómoda —y necesaria— es si, al perder contenido religioso, la Navidad pierde también sus valores. Mi impresión es más compleja. Muchos de los valores que asociamos a la Navidad —solidaridad, generosidad, familia, compasión, cuidado del otro— no han desaparecido. Siguen presentes, incluso cuando se expresan en un lenguaje más laico o cultural. Tal vez el desafío no sea la desaparición de los valores, sino su desconexión progresiva de la fuente que históricamente los articuló.
Sin embargo, hay un riesgo que no conviene ignorar. En nombre de la inclusión, la neutralidad y la corrección política, corremos el peligro de deslizar la celebración hacia una versión puramente comercial, vacía de contenido trascendente. Porque incluir no debería significar borrar. La diversidad religiosa —o la ausencia de religión— no puede convertirse en una razón para marginar a quienes desean vivir la Navidad desde su significado cristiano, ni para que los católicos se sientan incómodos, discriminados o incluso agredidos por expresar que celebran el nacimiento de Jesús.
La línea es fina, pero importante. Una sociedad plural no es aquella que elimina los símbolos religiosos del espacio cultural compartido, sino la que aprende a convivir con ellos sin imponerlos ni prohibirlos. Defender el derecho a celebrar una Navidad religiosa, no contradice la convivencia; la refuerza.
Quizás la provocación útil sea esta: ¿y si el verdadero problema no es que la Navidad sea menos religiosa, sino que corra el riesgo de ser solo un evento comercial? Una fiesta de consumo, desprovista tanto de fe como de ética. Porque, sin valores —sean religiosos o humanistas—, ni Papá Noel ni el Niño Dios tienen mucho que ofrecer.
Tal vez el reto de nuestro tiempo no sea elegir entre una Navidad religiosa o secular, sino evitar una Navidad vacía. Y recordar que, más allá de villancicos con nieve imaginaria, los valores que celebramos —solidaridad, esperanza, reconciliación— siguen siendo profundamente necesarios, aquí y ahora, en América Latina y entre los latinos que han hecho de Estados Unidos su nuevo hogar.
Les deseo a todos mis lectores una muy feliz Navidad —a quienes la celebran— o unas muy felices fiestas a quienes no. Y que el año 2026 esté lleno de salud, amor, bienaventuranza y prosperidad al lado de sus familias.
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