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relaciones bilaterales
Columna
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Las relaciones entre Washington y Bogotá pasan del Plan Colombia a Colombia sin plan

Atacar a Washington podrá generar aplausos de los aduladores locales, pero pone en riesgo una relación profunda, de muchos niveles, que va más allá del comercio

Plan Colombia

La acusación de Gustavo Petro a Marco Rubio y a congresistas estadounidenses de estar involucrados en un intento de golpe de Estado en Colombia, repitiendo otra estupidez más del dictador Nicolás Maduro, fue una carga de profundidad a la relación bilateral Colombia–Estados Unidos que tuvo, y seguirá teniendo, serias consecuencias. Aunque la primera bomba a la relación fue a finales de enero. Si bien Petro tenía razón al querer un trato más digno para sus compatriotas, desatar una crisis de tal magnitud, enviando mensajes incoherentes entre las tres y las cuatro de la mañana un domingo, ordenando la devolución de un avión en vuelo con deportados colombianos —en condiciones previamente acordadas entre ambos gobiernos— fue un error garrafal. La segunda crisis es aún peor. Acusar de la nada al Secretario de Estado de Estados Unidos de ser parte de un plan para derrocarlo es muy grave.

En ambas ocasiones, Colombia recibió respuestas contundentes que, de haber sido permanentes, habrían traído consecuencias gravísimas para la economía, el Gobierno y todos los colombianos. Atacar a Washington con fines políticos o electorales es irresponsable. Podrá generar aplausos de los aduladores locales, pero pone en riesgo una relación profunda, de muchos niveles, que va más allá del comercio.

El impasse no ha terminado y la relación sigue muy deteriorada, aunque el encargado de los negocios de Estados Unidos en Colombia haya regresado a Bogotá y el embajador colombiano esté de vuelta en Washington. Mientras Petro tuvo que bajar la cabeza —por segunda vez en menos de seis meses— con una confusa carta a Trump, y el embajador colombiano intentaba ingenuamente tratar de hacer parecer el incidente como superado, el mensaje del jefe diplomático estadounidense John McNamara fue claro y contundente:

“[...] llegué a Medellín con preocupaciones persistentes de mi Gobierno sobre la retórica y acciones de los más altos niveles del Gobierno colombiano que ponen en riesgo la relación histórica, cercana y mutuamente beneficiosa entre nuestros dos países. … Lamento ver hasta dónde nuestra alianza, formada por sacrificios mutuos y confianza, ha llegado hoy. A pesar de nuestras diferencias, Colombia sigue siendo un socio estratégico esencial en América Latina. Nuestro deseo es mantener y fortalecer esta estrecha relación con Colombia.” Tras enumerar diferentes niveles de la relación, narcotráfico, comercio, migración y cooperación judicial (extradiciones), añade que espera “discutir estos asuntos con el Gobierno colombiano y transmitir los pasos concretos que la Administración Trump busca con urgencia. Estos pasos nos permitirán revertir la tendencia negativa y evitar una escalada que perjudique los intereses de ambos países, especialmente los de Colombia”.

¿Cómo debe leerse ese mensaje? “Preocupaciones persistentes”: este asunto (y otros), no se han cerrado. “Retórica y acciones de los más altos noveles del Gobierno colombiano”: la (ir)responsabilidad es del presidente de Colombia. “Lamento ver hasta dónde ha llegado nuestra alianza”: la relación está en muy mal estado.

“Colombia sigue siendo un socio estratégico esencial”: a los dos países les conviene mantener vínculos. “Pasos concretos que busca Estados Unidos”: no bastan las palabras, Washington quiere ver acciones. “Evitar una escalada que perjudique los intereses de ambos países, especialmente los de Colombia”: Colombia saldrá muy mal librada si la relación sigue como va.

Este mensaje no fue improvisado ni personal. Aunque se difundiera por redes sociales, refleja una posición oficial del Gobierno estadounidense y seguramente fue redactado o revisado por el Departamento de Estado y/o el Consejo de Seguridad Nacional antes de su publicación estratégica. No hay que olvidar que, salvo Canadá y México por razones geográficas, Colombia es probablemente el país más profundamente inserto en la esfera de influencia de Estados Unidos en el hemisferio.

Las relaciones diplomáticas entre ambos países datan de 1822 y, con altibajos, han sido en general de cooperación positiva. En los últimos 40 años, salvo durante el Gobierno de Ernesto Samper (1994–1998), a quien la Casa Blanca retiró la visa, la relación ha sido fluida, aunque marcada por el peso del narcotráfico y los actores violentos que lo sostienen. Incluso en los momentos más críticos, los canales de comunicación se mantuvieron abiertos. En tiempos de Samper, Washington optó por dialogar directamente con instituciones clave como la Fiscalía General y la Policía Nacional, sin detener la cooperación antidrogas.

A finales de los 90, ambos países acordaron el ambicioso Plan Colombia, cuyo diseño y ejecución —en los que participé— no estuvieron exentos de dificultades. Aunque compartían el objetivo de combatir el narcotráfico, persistían tensiones: Washington dudaba de las fuerzas militares por denuncias de derechos humanos, la justicia era débil, había corrupción transnacional y frecuentes fricciones comerciales.

Gracias a liderazgo técnico, diplomacia profesional y visión de Estado, se superaron obstáculos. En 2000, Colombia se convirtió en el tercer mayor receptor de cooperación estadounidense, después de Israel y Egipto. El Plan Colombia, punto más alto de la relación bilateral moderna, fue respaldado mayoritariamente por los republicanos y los demócratas en el Congreso de Estados Unidos y se mantuvo bajo tres administraciones —Clinton, Bush, Obama— y tres gobiernos en Bogotá —Pastrana, Uribe, Santos—, todos los cuales lo trataron como política de Estado. Su diseño bajo Pastrana, su uso en seguridad para debilitar a las FARC bajo Uribe y su papel en el Acuerdo de Paz bajo Santos transformaron la vida de millones de colombianos.

Al Gobierno Petro le queda menos de un año. Aunque la relación con Washington está ya muy deteriorada, en ese tiempo debe tratarla con la seriedad y cordialidad que merece, lejos del ruido electoral. El trato favorable a delincuentes, el aumento récord de cultivos ilícitos y eventuales consecuencias comerciales por la crisis diplomática son ya retos muy serios. Y así el ruido baje en los próximos meses, la tensión sigue ahí.

En junio de 2026, otro presidente será elegido. Independientemente de su ideología, deberá reconstruir una relación estratégica y centrarse en el respeto mutuo, la diplomacia profesional y la comprensión del valor que esa alianza tiene para Colombia. Ignorarlo perjudicaría a ambos países, pero sobre todo a Colombia. Como dejó claro el mensaje de John McNamara.

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