john a. powell: “Cuando el miedo manda, la democracia se resquebraja”
El experto estadounidense en derechos civiles, marginación y pertenencia, que escribe su nombre en minúsculas, asegura que solo un “nosotros” donde quepan y valgan todos puede salvar la democracia

Casi todos los países y culturas se definen, en algún momento, mediante la diferenciación de un “otro”. Se le suele llamar extranjero, invasor, enemigo. O negro, musulmán, migrante. Distintos nombres para marcar a quienes deben quedar fuera del “nosotros” dominante. john a. powell (todo en minúsculas siempre), director del instituto Otredad y Pertenencia de la Universidad de Berkeley, en California, ha dedicado su vida a comprender cómo ciertos grupos de la sociedad separan y excluyen a otros para consolidar su poder. Mediante mecanismos legales, sociales y políticos, niegan oportunidades, discriminan o criminalizan a quienes encarnan la diferencia, sea por raza, origen ético, condición socioeconómica, género, orientación sexual o discapacidad.
Como experto en derechos civiles, powell ha trabajado en Brasil, Mozambique, Sudáfrica, la India y Europa, analizando la desigualdad ante la ley, así como las largas luchas de resistencia y emancipación en busca justicia y derechos. En sus libros más recientes The Power of Bridging y Belonging Without Othering, ninguno de los dos aún traducidos al español, plantea caminos hacia sociedades más integradoras. Se le conoce por las investigaciones en torno a los sesgos implícitos y el racismo estructural. Pero el concepto clave de su obra es la pertenencia.
A diferencia de la inclusión, pertenencia significa un reconocimiento pleno del otro como ciudadano y, más aún, como co-creador de la sociedad. También refuta el argumento de que la alteridad y la pertenencia son naturales: los grupos se construyen socialmente, a partir de hábitos, sesgos y narrativas que excluyen o incluyen.
Sus libros contienen un arsenal de ideas envueltas en una prosa de terciopelo y desbordan lo académico. Cada página es un despliegue de historia, derecho, sociología, psicología y economía conductual, tejido a través de agudas observaciones de la realidad y experiencias personales que se remontan a su infancia en Detroit, donde nació en 1947. Haber cuestionado a los 11 años el dogma cristiano en una familia profundamente religiosa fue la primera de una serie de dolorosas rupturas que le enseñarían lo que significa ser otro dentro de su propio hogar. Esa mezcla de espiritualidad y lucidez — no confundir con autoayuda — lo ha hecho concluir que los seres humanos tenemos derecho de la creación social y que, por lo tanto, la pertenencia debe ser un derecho universal.
powell me recibe un domingo a media mañana a su espacioso estudio, o más exactamente, un pequeño cottage, al fondo del patio trasero de su casa en Berkeley Hills. Hablamos y hablamos hasta pasado el mediodía.
Pregunta. Usted ha sido testigo de muchas luchas sociales en este país. Ahora vemos enormes protestas contra las políticas migratorias de Donald Trump, las redadas y los abusos de poder. ¿Qué está pasando hoy en Estados Unidos? ¿Cómo ha cambiado el “otro” desde los años 60 hasta la era Trump?
Respuesta. Lo que está pasando es muy desafortunado, y no solo en Estados Unidos, sino a nivel mundial. Este país ha desempeñado un papel particular desde la Segunda Guerra Mundial, posicionándose como promotor de la democracia. Ahora tenemos una Administración que no se alinea en absoluto con los principios democráticos. Trump mantiene vínculos estrechos con líderes autoritarios como Putin y elogia a Kim Jong Un y la ultraderecha europea. Detuvo las investigaciones sobre ciberataques, usó al ejército contra las protestas en Los Ángeles con fines políticos y actúa como si estuviera por encima de la ley. Estados Unidos siempre ha lidiado con la pregunta de quién pertenece, quién es parte del “Nosotros, el pueblo”. El Gobierno, aunque imperfecto, solía jugar un papel unificador. Eso ha cambiado. Trump convierte el poder en un arma, ataca a las instituciones democráticas, persigue a quienes lo enfrentan, castiga la disidencia e incluso arremete contra los tribunales cuando fallan en su contra.
P. ¿Entonces Estados Unidos ya no es una democracia?
R. En este momento, tenemos una democracia débil o estamos en un autoritarismo competitivo. Lo que está claro es que nuestras normas democráticas están en rápido declive. Todavía hay elecciones, pero su integridad democrática depende de normas, y esas normas están siendo erosionadas.
P. Usted ha estudiado atentamente el concepto de “otredad”. ¿Cómo funciona hoy en las políticas migratorias? ¿Y cómo construye el trumpismo una identidad nacional excluyente?
R. La otredad es un mecanismo poderoso. Toda sociedad tiene un “otro”, muchas veces más imaginado que real. En Estados Unidos, los afroamericanos han sido ese “otro” formativo. Hoy, los inmigrantes no blancos y los musulmanes ocupan ese lugar del “otro peligroso”. No sabemos mucho sobre ellos, solo que son distintos y dan miedo. Son una amenaza simbólica. La otredad puede ser fugaz —como alguien vestido extravagantemente en una fiesta. Después de la fiesta, la vida sigue. Pero cuando el Estado te convierte en el otro, es diferente. Afecta quién puede votar, hablar, pertenecer, aparecer en los libros de historia, migrar o buscar refugio. Cuando el Gobierno te convierte en el otro, no hay dónde refugiarse. Quedas marcado permanentemente.
P. ¿Se institucionaliza?
R. Sí, la otredad se convierte en arma, en institución. Y así funciona el movimiento MAGA. Trump no es sutil: para él, América es blanca, europea y cristiana. Las historias que contamos y el lenguaje que usamos importan. Doy un ejemplo: antes se decía “Felices fiestas” como gesto de respeto a la diversidad religiosa. Ahora es “¡Feliz Navidad!”. La intención es dejar claro que este es un país cristiano. No celebramos a musulmanes, budistas o hindúes. Así que: “¡Feliz Navidad, carajo!” Eso es peligroso. Todo país ha cometido errores. Toda persona ha cometido errores. Reconocerlo no es odio. De hecho, amar al país es querer que crezca. Pero MAGA impulsa una versión de patriotismo que niega nuestra historia. No se puede hablar de esclavitud, del genocidio de los pueblos originarios o de nuestra presencia imperial actual. Tenemos bases militares en más de 100 países. Eso no es opinión, es un hecho. El Gobierno no debería decidir qué hechos son aceptables. Enseñar historia no es para hacernos sentir bien ni para borrar lo incómodo, sino para ayudarnos a crecer y aprender.
P. ¿Qué ha pasado con la cultura estadounidense, con sus ideales?
R. No hay una sola respuesta. Siempre hay múltiples relatos. Y todos deben basarse en hechos, pero también estar abiertos a la interpretación. Estados Unidos tiene más de 300 millones de habitantes. Necesitamos todas esas voces para entendernos. Consideremos el 6 de enero de 2021. Fue un ataque al Congreso. Eso es un hecho. Pero, ¿cómo lo interpretamos? ¿Como una insurrección o como un acto de patriotismo? Ahí entra la construcción de significado, y el significado es lo que une a las sociedades. Cuando la gente tiene miedo, se activa la parte del cerebro llamada amígdala —nuestro “cerebro réptil”. Reacciona, no razona. El mundo hoy está lleno de miedo: pandemias, cambios económicos, disrupciones tecnológicas. El Human Florishing Study muestra que la gente en más de 100 países está luchando. La ansiedad es global. Y cuando hay ansiedad, la tolerancia hacia lo diferente disminuye. Ahí entran las historias, porque damos sentido a las cosas a través de historias. Y una clase de historia es lo que yo llamo breaking story (historia de ruptura): “Te sientes mal, y es por culpa de ellos”. Eso conecta con el cambio demográfico. El mundo es más diverso —más lenguas, culturas, religiones, comidas. La migración y la tecnología nos han hecho más plurales. Pero MAGA ve la diversidad como una amenaza. ¿Y qué significa diversidad, sino diferencia?
P. ¿Por qué la diferencia resulta amenazante?
R. Los países ricos enfrentan una disminución de la población y los economistas están dando la voz de alarma. ¿Qué estamos haciendo? Construimos muros para mantener a la gente fuera. Al mismo tiempo, pagamos a los ciudadanos para que tengan más hijos, pero no a esos niños en la frontera. ¿Por qué no? Porque esos niños “no son como nosotros”. Ese es el núcleo de la historia dominante: el mundo da miedo y es culpa de ellos. Esa narrativa convierte al otro en una amenaza existencial. Cuando los Proud Boys gritan, “Los judíos no nos reemplazarán”, no se basan en hechos. Nadie intenta reemplazarlos. Pero reaccionan desde el miedo. Ese miedo es el eje de su organización.
P. ¿Realmente los impulsa el miedo? ¿O es más bien una estrategia política calculada para imponer cierta agenda?
R. La respuesta es sí a ambas preguntas. Uno es el mecanismo —el miedo—y el otro es el relato. De hecho, existe un término para los líderes que se benefician de esto: emprendedores del conflicto. Son personas que toman nuestra ansiedad y la convierten en miedo, en odio, no porque lo crean, sino porque les da poder, especialmente en este mundo cambiante donde algunos grupos sienten que pierden poder.

P. Fabrican el conflicto.
R. Exactamente. No les preocupa que los judíos reemplacen a los blancos, pero usan esa historia porque les ayuda a organizar a la gente. Es una jugada de poder mediante la manipulación. Y sí, el miedo a perder poder es real, pero las historias que alimentan ese miedo no necesitan ser verídicas. No apelan a la parte racional del cerebro. La gente no se relaciona con esas narrativas desde la corteza prefrontal: reaccionan desde la amígdala. Así que cuando alguien cree algo absurdo, como que los inmigrantes “se están comiendo a los perros y los gatos”, la cuestión no es si hay pruebas. Es que el miedo vive en otra parte del cerebro.
P. ¿Cómo ayudamos a la gente a ver que está siendo engañada?
R. Esa es la cuestión central. Hay dos tipos de historias. La historia dominante toma el miedo de la gente y lo convierte en odio. Trump les dice a las personas: “Tengan miedo. Todo es un desastre. Solo yo puedo salvarlos”. Es un mensaje profundamente sectario. Pero también existen historias que crean puentes. Toman los hechos y dicen: Sí, somos más diversos. Sí, el clima está cambiando. Pero eso solo significa que necesitamos un “nosotros” más amplio. Estados Unidos no se hizo grande cerrando el círculo; amplió el “nosotros”. Comenzamos como un país donde la mayoría, no podía votar. Ampliar el voto nos hizo quienes somos. No es motivo de vergüenza. Es motivo de celebración. Y los símbolos importan. Franklin Delano Roosevelt no dijo “Tienes hambre” o “Perdiste tu trabajo”. Dijo: “Lo único que debemos temer es al miedo mismo”. Porque cuando el miedo domina, hacemos cosas destructivas. Hay que responder al miedo con compasión. Si tu hijo cree que hay un monstruo bajo la cama, no le dices, “Eso es irracional”. Le dices: “¿Y si me acuesto contigo?” Calma el miedo. Crea seguridad.
P. Calmar la amígdala.
R. Exactamente. Luego podemos volver a activar la corteza prefrontal — hablar de política, poder y de un “nosotros” más amplio. Podemos elegir la historia de conexión sobre la historia dominante. Nelson Mandela tenía todas las razones para elegir una historia de ruptura. Tras décadas de apartheid, pudo haber dicho: “Ahora nos toca castigar a los afrikáners”. Pero no lo hizo. Negoció en afrikáans, idioma del dominador. Dijo: “Sus símbolos sagrados también importan”. Eso es tender puentes. Algunos dicen ahora que cedió demasiado, pero ofreció una visión de unidad. Eligió la historia de Sudáfrica como una sola nación, no la de dos naciones enemigas.
P. ¿Quedan constructores de puentes efectivos en la política estadounidense? ¿O la polarización es demasiado rentable?
R. En 1955, en tiempos oscuros, si hubieras preguntado “¿Hay un líder capaz de ofrecer otra visión?”, quizá no habrías pensado en Martin Luther King. Pero él la tuvo. Así que sí: la narrativa, el liderazgo, el coraje, todo importa. Y Trump lo sabe. Por eso intenta borrar las otras historias. Silenciarlas. Castigar a quienes las cuentan. Ya sea con Harvard o los medios, no le basta con discrepar. Quiere quebrarlos y destruirlos.
P. ¿Cómo interpreta esta retórica política de Trump respecto a los migrantes?
R. Trump es un excelente ejemplo de emprendedor del conflicto. Las personas tenemos sentimientos; tenemos ansiedad. Y por definición, la ansiedad no tiene un objeto específico. Esta narrativa te dice: “¿Te sientes ansioso? Es por esos malditos inmigrantes”. La mayoría de los estadounidenses no conoce inmigrantes. Si conocen a alguien de otro país, les cae bien. Trump juega con esto y dice: “No vamos tras el inmigrante promedio. Vamos tras el criminal, el pandillero, el narcotraficante”. Por supuesto, en la práctica, es todo el mundo: jornaleros, estudiantes, personas que critican a Estados Unidos. Cuando Obama se postuló por primera vez, yo dirigía un instituto. Una de las cosas que observé fue cómo Estados Unidos procesaba su campaña, consciente e inconscientemente. Vimos cierta inquietud —especialmente entre blancos, pero no solo blancos— en torno a si aún habría lugar para ellos en este nuevo país con un presidente negro. Escribí durante la campaña de Obama, diciendo: sí, hay mucho que celebrar, pero también hay ansiedad latente entre un gran segmento de la población. Teme que quizá ya no pertenezcan. Porque, en cierto sentido, lo que más teme la amígdala es no pertenecer. Algunos de mis patrocinadores me retiraron fondos solo por hablar de esto.
P. ¿Qué efecto buscan producir las políticas migratorias de Trump en una sociedad que es multirracial y multicultural?
R. No tengo claro cuál es su objetivo final aparte del poder y el dinero. Pero en cierto modo, el resultado no es “hacer grande a América de nuevo”. Es fracturarla. Fíjate en las empresas tecnológicas en el Área de la Bahía. Los líderes principales de Google, Microsoft, Nvidia son estadounidenses de primera o segunda generación. Elon Musk vino a Silicon Valley en 1995. Así que si quitas a toda esa gente, ¿qué queda de lo que ha hecho grande a América?
P. Steve Bannon diría que esas personas son las que están fracturando a Estados Unidos, no el movimiento MAGA. Diría que MAGA está restaurando la cordura y la cohesión.
R. La verdad es que el futuro es desconocido y puede dar miedo. Llega rápido. El movimiento MAGA no representa realmente el futuro, representa el pasado. Steve Bannon quiere volver a cuando América era grande para algunos. ¿Qué intenta restaurar, los años 50? ¿Antes de que los negros pudieran votar? ¿Antes de que las mujeres pudieran votar? ¿Antes de que nos importara el medio ambiente? Ese futuro de Bannon no va a pasar. Y, por supuesto, hay problemas serios. Pero no son culpa de los inmigrantes. Los inmigrantes no son unos aprovechados. Pero no basta con decirlo. Cuando no se puede recoger la fruta en California, cuando el ICE allana parques infantiles donde la gente cuida niños, es entonces cuando debemos contar estas historias. Hay que humanizar esas a través de relatos donde todos pertenezcamos. La historia del inmigrante es esencial. Somos un país de inmigrantes.
P. El miedo se utiliza como herramienta para consolidar el poder mediante la exclusión. ¿Por qué?
R. La filósofa Martha Nussbaum dice que el miedo es la primera emoción. El cerebro funciona a diferentes velocidades. Una razón por la que el inconsciente es tan importante es que es mucho más rápido que la mente consciente. Cuando alguien comercia con el miedo, tiene un gran campo de juego. La racionalidad, el amor pueden surgir, pero requieren tiempo. La gente está lista para tener miedo. También tendemos a pensar en términos binarios —bien y mal. Esa es la mala noticia. La buena noticia es que al cerebro le gustan las historias más complejas. Si logramos contar una historia complicada que penetre el inconsciente, la gente puede asimilarla.
P. ¿Cómo entiende la manera en que Trump y otros líderes autoritarios convierten la polarización y la alteridad en capital político?
R. Creo que la mayoría de la gente no sigue la política de manera matizada. A la mayoría le importan unas pocas cosas concretas: “¿Cuánto cuesta la gasolina? ¿Cuánto cuestan los huevos?” Más allá de eso, es visceral. Y esa complejidad crea espacio para mucha confusión y ofuscación.
P. ¿Qué responsabilidad tienen los medios y las redes sociales al amplificar o contrarrestar estas narrativas excluyentes?
R. Esto es sumamente importante. Se suponía que las redes sociales nos ayudarían a hablar directamente entre nosotros, sin filtros. Y hay algo de verdad en eso. Pero también abrieron la puerta a la desinformación y mayor aislamiento. Ya no se verifica nada. Las opiniones extremas no se moderan. Como consecuencia, hemos perdido las historias nacionales compartidas que solíamos tener.
P. Pero al mismo tiempo, las historias nacionales parecen haber vuelto, y con fuerza.
R. Cierto. Pero en vez de Walter Cronkite (un respetado periodista estadounidense, quien narró la llegada del hombre a la luna), ahora es Donald Trump. Y aunque la gente cuestionaba a Cronkite, creo que tenía más integridad que Trump. En los 90, los multimillonarios empezaron a comprar medios como Fox News. Luego el The Wall Street Journal y, más recientemente, The Washington Post. Al principio decían, “Las noticias están allá. Yo solo soy un empresario.” Hasta que dejaron de serlo. La línea entre medios, política y dinero se borrquebró. Ahora todo es poder. ¿Se puede confiar en los medios? ¿Queda algún medio independiente? Pese a toda la tecnología, no hemos aprendido a comunicarnos bien. En Berkeley, los estudiantes me preguntan si respeto todas las opiniones. Yo digo, “No, ¿por qué habría de hacerlo?” Una opinión no es sagrada. ¿Por qué debería tener peso si no está bien pensada, investigada, analizada y basada en hechos? Hemos perdido la capacidad de pensar críticamente, de verificar hechos. Eso es una verdadera pérdida.
P. ¿Y eso se puede reparar?
R. Creo que sí. Sam Altman, el CEO de OpenAI, dijo recientemente que debería haber comunicación privilegiada entre tú y tu IA semejante a la confidencialidad abogado-cliente o médico-paciente. Puede que sea un sueño, pero tiene razón. Las cosas están fuera de control. Quizá haya forma de volver atrás, pero necesitamos que un sector amplio de la sociedad se lo tome en serio. Nuestras instituciones se están deshilachando, y la gente no siempre se da cuenta de cuánto importan.
P. Trump ha llamado básicamente demonios a los migrantes venezolanos. Algunos han sido deportados a cárceles en El Salvador. ¿Qué impacto tiene esto en cómo se percibe y trata a esta comunidad?
R. Es peligroso. Cuando la gente es tratada como “radicalmente otro” la parte del cerebro que reconoce a los humanos se apaga. El cerebro reacciona con asco como si viera alimañas y cucarachas. En ese punto, la gente deja de ser humana. Puedes bombardearlos, matarlos de hambre, encerrarlos. ¿A quién le importa? Así comienzan el genocidio y la limpieza étnica.
P. Se normaliza.
R. Y esa percepción se propaga. La investigación de Susan Fiske lo confirma: cuanto más se escuchan narrativas deshumanizadoras, más reales y aceptables se vuelven. David French escribió un buen artículo en The New York Times señalando que el debido proceso no es solo para ciudadanos, sino para todos. Porque la dignidad humana lo exige. Tiene razón. Pero ese argumento apela al cerebro racional. Cuando Trump llama criminales a los inmigrantes, la gente no piensa: “Démosles debido proceso”. El argumento moral se pierde.
P. ¿Cómo se puede contrarrestar esa narrativa?
R. Mi padre era ministro cristiano, y recuerdo la historia donde Jesús le dice a la multitud: “El que esté libre de pecado, que lance la primera piedra”. Es una idea radical: que todos pertenecemos. Necesitamos contar historias que afirmen esa idea. No solo sobre santos, sino también sobre pecadores. Debemos recuperar la dignidad humana, no solo con hechos, sino con películas, canciones, narrativas. Esa fue la genialidad de King: no demonizó a los blancos, insistió en que todos pertenecíamos. Necesitamos esa claridad moral. Es lo que llamo una historia visceral.
P. ¿Funcionaría?
R. No lo sé. Pero tenemos que intentarlo. El peligro de volver “otros” a los migrantes es que se les niega el derecho a cocrear la sociedad. Se les excluye de dar forma a nuestro futuro colectivo, y eso debilita toda la idea de “nosotros”. No podemos seguir negando la humanidad del otro y aferrarnos a la nuestra o a la democracia.
P. ¿Qué le diría a los grupos marginados —migrantes, negros, LGBTQ+, comunidades indígenas— que luchan por la inclusión?
R. La polarización es global: por raza, religión, nacionalidad. Pero debajo de eso, la gente anhela pertenecer. Es un anhelo distorsionado, redirigido al odio: “¿Quieres pertenecer? Elimínalos a ellos”. Pero el anhelo sigue ahí. El Estudio Global sobre Florecimiento Humano halló que la palabra más usada no es “Dios”, sino “pertenencia”. La gente está sola. No ve a sus vecinos. Pero aún ansía conexión. Eso es poderoso. Y a los grupos marginados, recuerden: nadie es solo una cosa. No eres solo negro, o trans, o indocumentado. Nuestras comunidades son ricas y complejas. Debemos reconocer a las personas por su humanidad, aferrarnos a eso y resistir la tentación de “otredar” y resistiro ser “otredados”. El sufrimiento no te da permiso para deshumanizar a otros. Lo que ocurre en Medio Oriente refleja esa lógica. Algunos justifican bombardear palestinos invocando el sufrimiento judío. Pero el poder debe usarse con responsabilidad. Reconocer la humanidad de los demás es la manera como afirmamos la nuestra.
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