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Karlos Arguiñano
Crónica
Texto informativo con interpretación

Los huevos de los Arguiñano: El rey de los cocineros designa heredero en ‘El hormiguero’

No se trata, como pensarán los más mezquinos, de dejar colocado al chico en el negocio familiar, sino de inaugurar una dinastía, de no consentir que España caiga en una vulgar república de cocineros pijos que hablan medio en inglés y dicen palabras como ‘emplatar’ y emulsión

Karlos y Joseba Arguiñano, junto a Pablo Motos en 'El hormiguero'.
Sergio del Molino

Un anuncio clásico de la radio madrileña cantaba: “Los Fernández son muy amables”. Este jueves en El hormiguero daban ganas de cantarlo cuando salieron los Arguiñano, aunque el verso quede descuadrado de sílabas. Si no me decido a titular este artículo por ahí es porque la amabilidad es una virtud que se queda corta en su caso. Amable puede ser un camarero o un conductor de autobús, pero no es un adjetivo que le colocaríamos a un padre o a un amigo íntimo. La simpatía de la gente cercana está hecha de otra sustancia, y los españoles tenemos una relación tan familiar con Karlos Arguiñano que cuesta mucho calificarle. Lleva tanto tiempo entre nosotros que lo damos por hecho y por sabido y le reímos los chistes antes de que los cuente. Y no nos cansamos de él. Ni él de nosotros, que es lo más extraño de todo.

Fue Karlos Arguiñano a El hormiguero con su hijo Joseba, de quien podría decirse que es su Miniyo, si no fuera porque es más grande que su padre. La visita se enmarca en una estrategia de largo aliento que busca preparar al pueblo español para una sucesión ordenada. Dijo el rey en el programa que le queda cuerda para rato, pero anoche quedó claro que era una manera de hablar. Su majestad don Karlos ya ha designado heredero, y aunque no será fácil que Arguiñano II llene todo el hueco de Arguiñano I —nadie podría—, se va demostrando que el príncipe tiene percha, mañas, disposición y formación para hacerse cargo de la herencia.

No se trata, como pensarán los más mezquinos, de dejar colocado al chico en el negocio familiar, sino de inaugurar una dinastía, de no consentir que España caiga en una vulgar república de cocineros pijos que hablan medio en inglés, dicen palabras como emplatar y emulsión, y no cuentan jamás uno de esos chistes que provocarían la cancelación y la ruina de cualquiera que no se apellide Arguiñano. Hasta ahí podríamos llegar. Desde que Arguiñano devino Arguiñano, su familia tiene una responsabilidad con los españoles, que se han acostumbrado a cocinar rico, rico y con fundamento, y por eso nos ha preparado a Joseba, que cuenta los mismos chistes que su padre y se ríe con las mismas ganas.

En un mundo cada vez más plastificado y autoconsciente, a mí me chifla ver a estos dos señores vascos haciendo de la naturalidad un arte. “Lo malo es caer enfermo; lo otro es coser y cantar”, dijo Karlos. Lo otro es el trabajo y la vida en general. Vivir y trabajar son cosas sencillas para ellos. Uno se pone a ello y va saliendo. Lo cuentan y casi me lo creo. Se conducen con tal alegría y tanto descuido por un sentido del ridículo que no conocen ni sienten, que hacen que parezca tan fácil como dicen. Y no lo es. “Joseba es mucho mejor cocinero que yo, pero yo tengo mucha jeta”, dijo, y ahí afinó un poco más. Los Arguiñano tienen jeta, pero en el mejor sentido. Son una pareja de descarados con un talento descomunal para llenar la pantalla y caerle bien hasta al espectador más avinagrado: le echan un poquito de pimienta, un toquecillo de azúcar, y venga, a comer.

Karlos Arguiñano, junto a Pablo Motos en 'El hormiguero'.

En los primeros tres minutos de entrevista, desde que Pablo Motos los presentó hasta el primer bloque de anuncios, conté ocho chistes. Les salían en modo metralleta. Karlos plantó en la mesa una cesta de huevos de sus gallinas araucanas y dijo: “Te he traído huevos, que veo que andas flojo de ellos”. Y a partir de ahí, no se desaprovechó ocasión. Nadie puede hacer eso sin ser despreciado por rancio, soez, sexista o simple gañán. Solo los Arguiñano pueden porque tienen la inviolabilidad de los reyes, porque son una monarquía.

Y lo que se aprende con ellos. En media hora nos dio para aprender a hacer surf con olas grandes y pequeñas, a caer de la tabla, a transportar colmenas de abejas, a sacar la miel de los panales, a asar un buen cochinillo (dos horas y media a 200 grados, con la piel hacia arriba) y a pescar chipirones. “Yo soy el más parado”, dijo Karlos, que tiene otros seis hijos, y también nos enseñó a hacerlos, porque se le da bien, uno detrás de otro. Tampoco faltaron las máximas de sabiduría. Aquí cito dos: “Nadie ha ingresado en un hospital por tomar aceite de oliva” y “el cerdo ha salvado más vidas que la penicilina”. Al citar al cerdo, se invocó el tropo de que de ese animal se come todo. “Menos los huevos”, dijo Arguiñano padre. Porque un Arguiñano no puede dejar de apostillar algo sobre los huevos. Sería decepcionante que lo dejara pasar.

En otra etapa del programa (el de Motos, digo, no el del cocinero), seguramente les habrían puesto a cocinar con alguna trampa, pero El hormiguero tiene casi 20 años y ya no es ese circo de tres pistas donde los invitados se colgaban del techo. Pero la actividad verbal de Karlos y Joseba recordó por un momento a aquellos tiempos juveniles. No pescaron ni surfearon en directo, aunque parecía que sí. Pese a lo mucho que puede fatigarnos su despliegue de vitalidad, los Arguiñano demostraron que todo es contingente, pero ellos son necesarios en una España picajosa y turbia, que no lo sería tanto si se riese más a gusto y sin tantos miramientos, como se ríen ellos.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).
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