El interminable cuento de la criada
Ignoro si la serie de Elisabeth Moss ha mantenido su pulso. Me bajé del carro en su truculenta segunda temporada. No le encuentro el sentido a adaptar una novela para convertirla en otra


Para contradecir a Eliot eso de que abril es el mes más cruel, las plataformas parecen haberse conjurado para sacar sus títulos ganadores justo antes de la Semana Santa. Han llegado la esperada segunda temporada de The Last of Us con el añadido de la siempre excelente Kaitlyn Dever, una antagonista a la que presumo más letal que el hongo Cordyceps, y también la irregular Black Mirror.
¡Qué mal han envejecido algunos capítulos a medida que la realidad se ha vuelto disparatada, la tecnología omnipresente y la falta de escrúpulos moneda común! Más que distopías, parecen noticias del informativo a las que ni siquiera les prestaríamos demasiada atención. Por ejemplo, la cantante Katy Perry yendo y volviendo del espacio en menos de lo que dura una pausa publicitaria en Atresmedia. Aun así, cada temporada esconde una piedra preciosa. La de este año es Eulogy, además de una muestra más del talento de Paul Giamatti, —entre mis planes para estos días de asueto está volver a disfrutar de John Adams, se lo cuento por si les ayuda en el cada vez más complejo trance de elegir qué ver en las plataformas—, la constatación de que ninguna tecnología puede ser tan destructiva para el ser humano como el propio ser humano. La capacidad de autoengañarse me aterra más que cualquier IA por aviesas que sean sus intenciones.
De acontecimiento se podría considerar también el estreno de la última temporada de El cuento de la criada, aunque dudo que, excepto los completistas, esos que son incapaces de dejar una serie o un libro sin terminar, haya muchos prestando atención a una serie que nos dio tanto. Fui de los que se entusiasmaron con su fidelísima adaptación al relato de Atwood, se conmovieron con la majestuosa interpretación de Elisabeth Moss y se alarmaron al comprobar que en los 30 años transcurridos entre la publicación del libro y la adaptación que en España emite Max, la realidad se había dado demasiada prisa por resultar más devastadora que la distopía. Pero si ha mantenido su pulso, lo ignoro. Me bajé del carro en su truculenta segunda temporada. No le encuentro el sentido a adaptar una novela para convertirla en otra, pero si a Atwood le parece bien, no le voy a enmendar yo la plana. Empecé a escamarme cuando sus responsables declararon que expandían la serie para contestar alguna de las preguntas que habían quedado sin respuesta en el libro. Aunque ese misterio sea precisamente uno de sus mayores encantos. No vivimos tiempos propicios para la sutileza.
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