Ir al contenido
_
_
_
_

La dura eutanasia de Ramón Bayés, el maestro de los cuidados paliativos

Cuando el catedrático en Psicología decidió poner fin a su vida, se topó con un proceso burocrático que añadió sufrimiento innecesario a sus últimos meses

Ramón Bayés, junto a su amiga Belén Molina, en una imagen cedida.
Pablo Linde

Tras meses de burocracia y batalla, se acercaba la fecha de la eutanasia de Ramón Bayés, catedrático en Psicología que estudió, escribió y divulgó durante toda su carrera para paliar el sufrimiento al final de la vida. Su amiga Belén Molina le preguntó si el proceso que condujo a su muerte le había dolido: “Después de una pausa, con mucha calma y sin enfado, la respuesta fue un claro sí”.

Incluso los últimos instantes de la vida de este sabio, uno de los más queridos y respetados en el mundo de los cuidados paliativos, arrastraron un sufrimiento innecesario para él y los que lo rodeaban, también en procedimientos simples y fáciles de prever. No le dejaron puesta una vía con antelación en la que inyectar el fármaco que acabaría con todo el dolor y, llegado el día, las enfermeras que lo auxiliaron no daban con las frágiles venas del anciano, de 94 años. Lo consiguieron al sexto intento. Entonces sí, se terminó el sufrimiento. Fue el pasado 7 de agosto.

Esta es la historia de sus últimos meses contada por sus más cercanos: su hija Mireia y un grupo de médicos amigos ―incluida Belén Molina― que lo acompañaron de una u otra forma hasta el final. Es la historia de cómo los engranajes de la ley de la eutanasia, que lleva cuatro años en vigor en España, no están todavía bien engrasados. “Si él, que trabajó toda la vida en evitar el sufrimiento, asesorado por profesionales de la sanidad, tuvo tantos problemas, a qué se enfrentarán otros que no tienen tantos conocimientos o que están solos”, reflexiona un médico de familia que lo visitó cada miércoles durante los últimos años y que prefiere no aparecer con su nombre en este reportaje.

Ramón Bayés decidió que quería morir, no sin dudas, cuando su desconexión con el mundo ya era irremediable, insostenible para él. Perdió el oído y, sobre todo, perdió la vista, que le privó de sus grandes pasiones: leer, escribir, compartir conocimientos en su lista de correo con varios miles de destinatarios. Y el cine. Ni los subtítulos más grandes veía ya. La eutanasia fue una reflexión que comenzó a merodear por su cabeza hace dos, tres años, pero que tomó forma de decisión unos meses atrás.

“Empezó a aislarse y su vida perdió todo el sentido, no consiguió encontrar uno que evitara llegar a ese límite”, explica Laura Piñero, otra de sus amigas médicas. Hubo varios puntos de inflexión. Uno fue cuando murió el último de los amigos de su edad que le quedaban. Otro, recuerda Piñero, al recibir los resultados de una analítica de sangre: “Todos los valores estaban perfectos, su organismo funcionaba bien. Pensó que su cuerpo podría todavía aguantar años y le aterró la idea”.

Pensó en acabar con todo, en suicidarse, para dejar de sentirse “inútil”, en sus propias palabras. Pero, ya que había una alternativa legal, decidió optar por ella, sin saber todo lo que le haría padecer. Fue hacia finales de abril, cuando decidieron ponerse en contacto con el centro de salud que le correspondía en Barcelona para solicitar la eutanasia. Después de semanas reclamando la prestación, un médico acudió a verlo a casa. Lo auscultó, comprobó que tenía los pies hinchados y le recetó un diurético. De la eutanasia, que era para lo que se le precisaba, no dijo una palabra. “Uno de los amigos de mi padre, que estaba presente, le recordó que lo habían llamado para iniciar ese proceso. Trató de ignorarlo y finalmente le dijo que era objetor”, explica su hija Mireia, que estaba en contra de su decisión de morir, pero que la respetaba para ahorrarle el sufrimiento. “¿Para qué mandan a un médico objetor si habíamos dicho lo que queríamos?“, se pregunta.

Según relata el grupo que le ayudó, no hubo forma de que el doctor les facilitase la vía de solicitar la eutanasia, que por lo general empieza precisamente con el médico de familia. “En todo este trance, la idea es que te vayas acompañado y se tomen decisiones compartidas. Esto con Ramón no ha existido”, asegura Laura Piñero.

Ramón Bayés, catedrático de Psicología que murió por eutanasia el 7 de agosto, en su casa. Imagen cedida por su amiga Laura Piñero

Ella, que está de excedencia para huir de unas condiciones laborales que no le permitían ejercer la medicina como quería, achaca parte del problema a la saturación de una Atención Primaria que ya va justa para atender problemas más banales, con consultas de apenas cinco minutos: “Los médicos de familia estamos quemadísimos. La eutanasia es un trámite que requiere mucha dedicación y no nos da suficiente tiempo. Por eso muchos se declaran objetores. Requiere que conozcas muy bien a tu paciente, y tampoco da tiempo”.

También falta formación. “No la hay en cuidados paliativos, en comunicación, en acogida al sufrimiento del paciente, en la muerte. La gran mayoría de los médicos ahora mismo no tienen formación en final de vida, en enfermedades avanzadas, y en herramientas psicológicas para abordar estos temas. La formación sobre eutanasia es voluntaria y solo te enseñan los pasos burocráticos, qué tipo de medicación...”, agrega Piñero.

Esto deja a los pacientes indefensos. Depende del médico que le toque, la experiencia en la eutanasia puede ser completamente diferente. Piñero asegura que muchos ni siquiera saben a quién se la pueden pedir, o incluso que es un derecho legalmente reconocido.

Inequidad en la eutanasia

La inequidad se refleja en la diferencia de casos en las comunidades autónomas. Según el último informe del Ministerio de Sanidad (con datos de 2023), el País Vasco es con diferencia la autonomía donde más eutanasias se realizaron (2 por cada 100.000 habitantes), seguida de Navarra (1,5), Cataluña (1,2), Canarias (1,1) y Baleares (1). Todas las demás no llegan a una eutanasia por 100.000 habitantes. A la cola están Castilla-La Mancha (0,4), Aragón (0,3), Andalucía (0,3) y Extremadura (0,1). La media en España es de 0,68.

La asociación Derecho a Morir Dignamente lleva años denunciando las trabas burocráticas a las que se enfrentan quienes solicitan la prestación. En función del lugar, hay más o menos información, de manera que a menudo ni siquiera se contempla como opción. Una vez solicitada, los plazos se alargan y muchas acaban en inadmisiones.

Tras su primera consulta médica, Ramón todavía ni siquiera había conseguido iniciar el trámite. Después de varias semanas y gestiones con el centro de salud, un equipo de una psicóloga, una médica y una enfermera acudió a verlo a casa a finales de junio, dos meses después de los primeros contactos con el centro de salud. Beatriz Ogando, otra de las amigas, relata que fue una entrevista muy extraña: “No se llegó a explorar el deseo de Ramón. Se supone que tienes que ver cuál es el sufrimiento, si tiene remedio, pero fue una entrevista protocolaria, estaban agobiadas, hablaban ellas más que escuchaban, cosa que no tiene sentido. Ramón se preguntaba qué estaba pasando, si eran esas las personas que le tenían que ayudar”.

La ley de eutanasia establece que, 15 días después de la petición, el paciente tiene que validar su decisión y que un médico externo al primer equipo ha de validarla. Debe ratificar que cumple con los requisitos: “Un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece”, además de que no haya posibilidad de curación o mejoría apreciable. O, en otra posibilidad, una “enfermedad grave e incurable”, que ocasione “sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables, sin posibilidad de alivio” y que tenga “un pronóstico de vida limitado”.

Ilustración de Ramón Bayés hecha por su amiga Laura Piñero.

En este momento, el 21 de julio, fue la primera buena noticia en el proceso de Ramón. “Cuando apareció el médico revisor, todo el mundo dijo: ‘Menos mal’. Por fin alguien que escuchó, que hizo lo que había que hacer, que fue receptivo y empático”, cuenta Ogando, quien añade que en ese ínterin de entrevistas, alguien tuvo que recurrir a un conocido en contacto con la comisión de garantías para desatascar el proceso. Es el último paso. Cada comunidad autónoma tiene una, integrada por médicos y juristas expertos en bioética, que da la aprobación definitiva a la eutanasia o la revoca.

Si todos los pasos se sucedieran con fluidez, no deberían pasar más de 30 días entre la solicitud de la muerte digna y su prestación. Sin embargo, según los datos de Sanidad, las 334 muertes por eutanasia de 2023 se dilataron una media de 75 y un tercio de los solicitantes fallecieron antes de la autorización.

Más de tres meses de espera

El proceso de Ramón sobrepasó esa media, más de tres meses desde que iniciaron los trámites, según sus allegados. Pero los problemas en el proceso continuaron. “Un día me llamaron y me dijeron que era el jueves. Pregunté qué era el jueves, si otra visita, otra entrevista. Y no, me respondieron que la eutanasia. Eso es algo que no se puede decir así por teléfono”, protesta Mireia, su hija.

Los médicos que intervienen en este reportaje, todos expertos en cuidados al final de la vida, coinciden en que esa nunca debería ser la manera de dar la noticia. Y habría de ser el paciente quien elija la fecha. “La eutanasia no puede ser un acto con unos plazos que haya que cumplir. Es un acompañamiento, es un cuidar a la otra persona desde donde está emocionalmente. Y a nivel técnico tiene que ser impecable, no añadir sufrimiento”, resume Belén Molina, que como médica de familia ha acompañado a un paciente en este trance.

El problema para las fechas eran, les dijeron, las vacaciones de los sanitarios, así que le dieron a elegir entre dos: el 7 o el 14 de agosto. EL PAÍS ha contactado con el Departamento de Salud de la Generalitat de Cataluña para recabar su versión sobre todo este proceso. Un portavoz ha respondido que solo transmite información de las prestaciones a los pacientes y sus familias.

Para no seguir alargando la agonía, escogieron el 7 de agosto. “Sin puntualidad”, relata el médico que no quiere identificarse, llegó un equipo distinto al que habían conocido hasta la fecha. Con sus batas blancas, fueron quienes administraron la eutanasia. Ramón Bayés no murió exactamente como le hubiera gustado. Fue un trance distinto al que habría diseñado para sí mismo, pero en buena medida sí que vivió como quiso. “A mí me gustaría despedirme como Oliver Sacks, que publicó una carta preciosa en el New York Times, una carta de un hombre que da gracias a la vida por lo que le ha dado, por lo que ha conocido, por la amistad”, decía Ramón en un vídeo que grabaron sus amigos unos años antes de fallecer.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_