Hacia el hombre biónico
Un mero problema técnico nos separa de ese mundo futurista, aunque sea de los grandes

El camino hacia el hombre biónico de la ficción futurista se enfrenta todavía a escollos tecnológicos formidables, pero sus fundamentos científicos no pueden ser más sólidos. Lo que cada uno de nosotros experimenta como una percepción del mundo externo, una decisión libre, un juicio moral o la voluntad de mover una mano consiste -literalmente- en la activación de ciertos grupos de neuronas concretos, que ocupan lugares discretos y entablan coreografías reconocibles en nuestro córtex cerebral, la fea y arrugada capa exterior del cerebro que encarna la mente humana. Pensar es una actividad física -una cosa que se puede detectar, medir e interpretar- y lo que nos separa del hombre biónico, por tanto, es un mero problema técnico. Uno de los grandes, pero un problema técnico.
Los viejos del lugar debemos nuestro concepto del cyborg a la serie El hombre de los seis millones de dólares (en los años setenta eso parecía un montón de dinero), donde el protagonista pierde las dos piernas, un brazo y el ojo derecho y se los sustituyen por unos ingenios mecánicos por valor de seis millones de dólares (4,5 millones de euros) que le permiten correr a la velocidad del rayo, ver a través de las paredes con su ojo biónico y destrozar muros o monumentos con la mano tonta. Pero los mayores avances en este campo no están viniendo de los militares, sino de neurólogos y científicos de la computación empeñados en ayudar a ciegos, sordos y personas paralizadas.
Y, por mucho que tengan que mejorar aún, los proyectos actuales ya pueden exhibir resultados muy convincentes. Las conexiones (interfaces, en la jerga) entre el cerebro y las máquinas son ya una realidad en las vías de entrada al córtex auditivo (los implantes cocleares) y al córtex visual (los electrodos en la retina). El segundo es aún experimental, pero el primero ya ha ayudado a millones de pacientes en el mundo. En estos dos casos se trata de reparar daños en las vías sensoriales. El avance de hoy y otros similares tratan de paliar las discapacidades motrices, como en los parapléjicos y tetraplégicos.
Como tiene que haber de todo en esta vida, no falta quien aduce trabas éticas contra estos avances técnicos. La sordera -aducen por ejemplo- no debe verse como una discapacidad, sino como una forma de ser; otras voces admiten curar a los enfermos, pero no mejorar las cualidades humanas normales, como en el hombre de los seis millones de dólares. La sonrisa de Jan Scheuermann al mover por primera vez su brazo robótico es seguramente la mejor refutación de todos esos argumentos.
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