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No del todo blanco
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Vasos rotos

“¿Qué dicen de nosotros los enseres que forman parte de nuestra cotidianeidad?”

Clara Diez comida

Es un lunes de noviembre. Mantengo la mirada fija —ausente— en mi taza de café favorita: es marrón oscura, de textura rugosa; la compré hace ya varios otoños en el museo Noguchi de Nueva York. Su asa acaba de quebrarse justo por la mitad. Hago un intento por repararla, no sirve de mucho: el punto de fractura, justo en mitad del agarre, lo hace complicado, y no soy precisamente una artista del kintsugi. “Tendré que conformarme con conservarla como objeto decorativo”, me digo, qué remedio: es lo suficientemente bonita para serlo, pero a mí, de esta taza, me interesaba su utilidad. Me interesaba, sobre todo, que era mi compañera, que compartíamos el primer café de la mañana. No todas las tazas tienen ese privilegio, ni todos los humanos el de encontrar una lo bastante digna como para desear que no se rompa nunca. ¿Qué taza pasará a ocupar el lugar de la que se va? Mi candidata predilecta es una azul añil. Solía tener un esmalte mate que la hacía muy agradable al tacto y reforzaba la densidad de su azul, pero de tanto lavarla (lo confieso, en el lavavajillas) ha perdido el brillo y ahora presenta un aspecto un poco off que me da algo de bajón.

¿Dejan los objetos al romperse grietas en nosotros, sus fieles usuarios? Hace tiempo, mi padre me regaló un juego de té japonés. Un día vi que dos de las seis tazas diminutas estaban descascarilladas. Nunca supe quién las había roto, pero al verlas quebradas —¿o debería decir malheridas?—, sentí un dolor cerca del corazón, como si la cerámica formase parte de mi cuerpo. Si comer es, además de biológico, un acto ritual, ¿qué dicen de nosotros los enseres que forman parte de nuestra cotidianeidad? ¿Nos vertemos en su interior, de manera que una pequeña parte de nosotros se va cuando termina su uso? ¿Nos rompemos con ellos, aunque sea un poco? Enterrar a los muertos con sus utensilios fue una práctica común en muchas civilizaciones; manifestaba la creencia en la otra vida y la esperanza de unir dos mundos: el que se deja y al que se va. Imagino que la premisa era que quien hizo uso de una misma taza de café durante toda su vida seguirá teniendo esa misma preferencia donde sea que ahora habite.

A mí me hubiese gustado llevarme mi taza a la otra vida, solo que desde que su asa hizo crac eso ya no es posible, y la pérdida me tiene desolada. Cuando mi abuela se mudó a una residencia, le cedió a mi tío la taza de loza en la que desayunaba cada mañana. Antes que a ella, había pertenecido a mi abuelo. Este verano, mi abuela falleció, y esa misma mañana mi tío encontró la taza hecha añicos sobre la encimera. Tenía más de 40 años, pero decidió romperse la misma mañana en la que mi abuela hizo el tránsito a otra vida. Me pregunto qué hace que desarrollemos una conexión especial con determinados objetos. ¿Qué utilidades ocultas perciben en ellos nuestras manos o nuestros labios al tocarlos? Mi hija ha cumplido seis meses. Pronto comenzará a comer sólido y, con cada cucharada de nuevos alimentos, se irá desdibujando su dependencia —ahora absoluta— de mi leche. Otra dependencia entra en juego: la de los utensilios. Nunca más volverá a comer sin que intermedie un objeto. Primero será solo un plato; sus manitas desgranarán los pedacitos de alimento. Más tarde aprenderá a beber de un vaso; luego llegarán los cubiertos. Hace unos días, una vajilla infantil de Sargadelos hizo su aparición en casa. Me ilusiona imaginar a mi niña experimentando con los alimentos en las icónicas cerámicas gallegas. Ya casi me he olvidado de mi taza rota. Empieza otro ritual.

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