Mariang, de ‘La Pija y la Quinqui’ analiza ‘Girls’ (Parte II): “La gestión de la mediocridad vertebra sus vidas y las hunde en la miseria”
“Es insostenible esta epidemia de personas que llegan a los 30 siendo juguetes rotos de marca blanca porque no han tenido ni una flor en el culo ni los apellidos compuestos suficientes”

Si algo me ha quedado claro de atravesar el umbral que separa el final de la adolescencia del comienzo de la edad adulta, es que solo hay una forma de aligerar tu paso por el encarnizado lustro que separa los 20 de los 25 años sin tener que recurrir a la implicación directa de terceras personas: leer a gente que esté peor que tú. Esto, además, suele derivar en una obsesión por alguna autora de escritura radical, vehemente y cuya obra pendule entre la ternura y la brutalidad más absoluta: Pizarnik, Plath, Liddell, Vilariño, Lispector, Duras… Hay donde elegir. Hasta puedes elegir varias a la vez.
Tras terminar la tercera temporada de Girls, supuse que Lena Dunham escogió a Sylvia Plath y, sin necesidad de escarbar mucho, encontré un tuit de 2012 en el que la creadora de la serie decía algo así como que le encantaba el nuevo disco de Taylor Swift y que —si la hubiera pillado en la facultad— habría escrito sobre eso, no sobre Sylvia Plath.
Esto, en términos de internet, corrobora lo que yo comentaba.
Los paralelismos del 3x06 (Aperitivos gratis) y 3x11 (Te vi) con el principio de La campana de cristal son vagos, pero no inexistentes. Sobre todo para una persona que también ha leído a Plath y que convive con la frustración, como la que está escribiendo esto.
Contándolo de forma resumida, en el sexto episodio de la tercera temporada, Hannah consigue un trabajo en una revista de prestigio, el sueño de cualquier graduada en Filología si no fuera porque consiste en redactar contenidos patrocinados en la sección de lifestyle (es decir, mensajes publicitarios en formato de artículo) y considera que no es un trabajo a la altura de sus capacidades y ambiciones artísticas. Cinco episodios después, monta un pollo en la ofi y dimite.
Como decía, las semejanzas entre Esther Greenwood y Hannah Horvath pueden resultar ambiguas y no son un gran hilo del que tirar; pero al igual que Esther goza de una beca en una revista neoyorquina, Hannah consigue un buen puesto editorial. Mientras que Greenwood tiene cócteles y habitaciones de hotel, Horvath tiene Kit-Kats gratis y seguro médico. Y a las dos les consume ese sentimiento de estar traicionando a su vocación, la impotencia de no estar explotando aquellas cualidades creativas, estimulantes y literarias por las que ambas creen que son elegidas y diferenciadas del resto.
Y, si bien a Esther (más depresiva que ansiosa) esto le precipita al colapso, Hannah (que es más ansiosa que depresiva y forma parte de un grupo demográfico de personas que se piensan que el mundo les debe más de lo que les está dando), en un alarde de autojusticia insuflado por su narcisismo, insulta a todo el mundo y pronuncia una frase que solo he escuchado en ficción: “No puedes despedirme, porque me voy yo”.
La campana de cristal está escrita en 1963 y, 60 años después, todavía no sabemos qué hacer con las expectativas, mucho menos con la frustración.
Desde que a finales del siglo XX los estadounidenses nos contagiaron la enfermedad crónica de la cultura del optimismo y del “si quieres, puedes”, ha habido, hay y habrá cúmulos de niñas que se agolpan —generación tras generación— a las puertas de ese futuro brillante que se les ha prometido y para el que creen estar destinadas. Cuando esas puertas se abran y se descubra una sala vacía, lúgubre y con olor a cerrado, una voz les dirá desde la oscuridad, con eco “pues sácate un máster, qué vas a hacer si no”.
Esas niñas se sacarán un máster y a lo mejor luego otro, se enfadarán con ellas, después con su alrededor, y después no sabrán a quién culpar ni a quién mirar porque, al fin y al cabo, esto no es culpa de nadie. ¿A quién podrían culpar de sus grandes aspiraciones, más que a sí mismas? ¿A un sistema que le prometió una escalada, la fresa y nata, si trabajan y se esforzaban? No, eso es de quejicas. Y de vagas. Algo has tenido que hacer mal. Léete un libro de crecimiento personal, el del monje ese que vende un Ferrari.
Retomando lo que iba diciendo antes, Esther Greenwood y Hannah Horvath no son iguales; Esther jamás consiguió entrar al curso de Harvard, pero a Hannah sí que la admiten en el posgrado de Escritura Creativa de la Universidad de Iowa. Y esa carta de admisión llega como una señal divina, porque ella acaba de dejar su trabajo y porque Adam está a punto de estrenarse en Broadway y, si convivir con el fracaso es corrosivo, hacerlo simultáneamente con el éxito de una persona a la que quieres es peor.

Así que, cuando decide que va a irse a Iowa, no pierde el tiempo y se planta en el camerino de su novio la noche del estreno, porque Hannah tenía muy claro qué higo quería coger de todos los de la verde higuera de cuento que se extendía ante ella: el de la pareja de artistas. Y Adam, que lleva ya unos cuantos episodios mirando a Hannah con los ojos caídos y el ceño fruncido, escucha y asiente, vestido como un inglés eduardiano de clase obrera con la raya al lado.
Esto conlleva una discusión entre Adam y Hannah tras la función en la que, a pesar de que Adam tiene razón (ella no debería haberle dicho que se iba a Iowa antes de salir a escena), no deja de ser lo que parecen ser todos los puntos de inflexión de la serie: un castigo para Hannah por el simple hecho de ser y estar.
La gestión de la mediocridad vertebra casi todas las vidas de las protagonistas de Girls y las hunde en la miseria, como las de las chicas a las que de pequeñas les dijeron que eran muy listas y que podían llegar adonde quisieran. Una de las peores cosas que tiene la frustración es que no podemos hacer nada contra ella, más allá de esperar que no nos convierta en la clase de adulta que dice cosas como “yo es que de pequeña leía mucho”.
Es insostenible esta epidemia de personas que llegan a los 30 siendo juguetes rotos de marca blanca porque no han tenido ni una flor en el culo ni los apellidos compuestos suficientes y, ante el panorama de desolación general, no puedo hacer otra cosa que la que se espera de alguien de mi generación: citar a Paquita Salas: “Una actriz que no trabaja no es una actriz; es una superviviente.”
Una escritora que no escribe, también lo es. Y etcétera, así con todo.
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