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No del todo blanco
Tribuna
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El hambre de una madre

“La leche materna es el alimento más sostenible del planeta: un menú de kilómetro cero”

Clara Diez comida

Hace un par de meses que empiezo y acabo mis días bañada en leche. No en leche de burra, como aparentemente acostumbraba a hacer Cleopatra (¿qué tipo de arrebato hedonista podría haberme llevado a hacerlo?), sino en mi propia leche, esa que brota de mi pecho para alimentar a mi recién nacida. Muchas de las mujeres que hayan amamantado se sentirán identificadas con tener que cambiarse de ropa varias veces al día, o con la abrumadora sensación de saberte incapaz de controlar el comportamiento de este líquido anárquico, que fluye en perfecta sincronía con las necesidades del —tan pequeño como demandante— ser humano al que alimenta. Nunca estuve tan cerca de la materia prima que da lugar a mi profesión (el queso), como lo estoy desde que soy madre. No solo por haberme convertido en productora del mismo ingrediente que lo origina, sino también porque entre todos los cambios transformadores que acarrea la maternidad, hay uno extremadamente animal y primigenio: el de saberse fuente de alimento.

Hace unos días me invitaron a una mesa redonda sobre sostenibilidad alimentaria. Mientras salía de casa (no sin antes calmar a mi niña con su dosis láctea) pensaba en que la leche materna es el alimento más sostenible del planeta: se produce bajo demanda, sus propiedades varían según las necesidades del pequeño y se adaptan a sus gustos, y el gasto energético que requiere su producción carece de impacto, más allá (y no es poco) del que tiene sobre la calidad del sueño de la madre. Ni transporte, ni cadena de suministro… Se produce donde y cuando se va a consumir. No hay menú que supere este kilómetro cero.

La presencia de un recién nacido modifica para siempre el olor de la casa que habita. ¿A qué huele un bebé? Antes de que el olor de la mía quedase registrado en mi sistema límbico, guardaba un vago recuerdo del olor que mis hermanos tenían al nacer y que inundaba la casa cuando mis padres los traían al salir del hospital. No sabría describirlo, pero ese olor (distinto al de mi bebé, eso sí lo sé) quedaría grabado en mi recuerdo como el aroma de la vida recién hecha. Si intento ponerle palabras al olor de mi hija, diría que huele a manzanas asadas y a galletas horneándose, un olor dulce y tierno que impregna la casa —¿a qué olía esta casa antes?— e inunda el cerebro de oxitocina: apego, pureza, ternura.

Mientras que este despliegue aromático puede servir de alimento para el alma de una madre, en el plano físico la necesidades son otras. En su papel de productor lácteo, el cuerpo femenino realiza un esfuerzo que resulta abrumador. La lactancia lleva asociado un gasto energético de unas 700 kilocalorías diarias, al que se le suma una serie de cambios hormonales que, agudizados por la falta de sueño, ponen a la madre en un estado de elevada exigencia. El cuerpo de la mujer lactante ya no solo consume alimento, sino que se pone a disposición de uno nuevo para suplir sus necesidades básicas de supervivencia, desplegando su potencial biológico. Mi algoritmo de Instagram me muestra reels de mujeres que hacen parodias y bromean acerca del hambre voraz que les asalta en este periodo. Yo he sentido ese hambre también, y es más poderoso que el hambre al uso, ese que se puede desoír: te atosiga porque de que lo escuches depende el bienestar de un ser que se alimenta de ti. No es un hambre caprichoso. El hambre de una madre es el recordatorio de que comer es un acto radical y urgente: primitivo, audaz y profundamente sabio.

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