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La moda castiga a quienes parecen comerciales, básicos o aburridos

Trabajar en la industria se ha convertido en una misión de audaces. Lo prueba: el último baile de sillas

moda

El titular definitivo, el que, debacles financieras aparte, mejor resume la situación que ha generado mayores dramas en el negocio del vestir durante el último año y medio: a partir de ahora, y hasta nuevo aviso, Jonathan Anderson va a tener que hacerse cargo de 18 colecciones, 18, anuales. El baile de sillas calientes creativas (pero también ejecutivas) más agitado del que haya habido noticia en tiempos concluía así a finales de mayo, con el diseñador norirlandés entronizado total en Dior, donde le tocará lidiar con todas las líneas/categorías de producto, incluida la alta costura. Si se trata o no de la primera vez en la historia de la firma en que un solo director dirige la orquesta al completo es lo de menos; lo de más, cómo se las apañará para acometer una tarea titánica de alta presión a la que hay que sumarle el trabajo en su propia etiqueta, JW Anderson, y la colaboración con Uniqlo sin sucumbir en el intento. Que se recuerde, el único capaz de algo semejante fue Karl Lagerfeld. Pero, como dejó escrito el poeta romano al traducir al griego, la fortuna sonríe a los audaces. Y en esta jugada hay audacia a raudales.

En la industria de la moda actual, la valentía ya no consiste tanto en ponerse creativamente estupendo como en arriesgar en el tablero de juego multinacional. Por eso los genuinos héroes de esta historia suelen ser los directores ejecutivos/consejeros delegados de las firmas, que se la juegan con sus decisiones comerciales. En los grandes conglomerados de lujo del sector, eso también pasa por elegir quién va a diseñar qué. Anda que no tuvo arrestos Marco Bizzarri para ascender a Alessandro Michele de asistente segundón a director creativo de Gucci en 2015, un entonces desconocido que hizo facturar al grupo Kering sumas que ni imaginaba en tiempo récord. Y ahí está el coraje de Michael Burke en sus días de gloria en Louis Vuitton, lo mismo para marcarse una entente con Supreme (la madre de todas las colaboraciones no fue idea de Kim Jones, sino suya) que para fichar a Virgil Abloh un año después, en 2018. Detrás del nombramiento de Anderson se encuentra precisamente la mano de Delphine Arnault. Primogénita de Bernard Arnault y genuina cabeza pensante de la familia, la actual CEO de Christian Dior ya dio muestras de audacia cuando señaló a Nicolas Ghesquière para la división femenina de Louis Vuitton (ahí sigue, inasequible al desaliento, desde 2013) y luego a Raf Simons para la de Dior (aunque no aguantara ni tres años). Nótese, para el caso, que los mencionados son diseñadores de discurso arriesgado, por lo que podríamos concluir que, en efecto, detrás de un creador valiente siempre hay un ejecutivo audaz.

Véase la reciente incorporación de Duran Lantink a Jean Paul Gaultier, respaldado por Antoine Gagey. El diseñador holandés, de 38 años, se hizo viral en 2018 por aquellos pantalones-vagina concebidos para la cantante y actriz Janelle Monáe en el videoclip de Pynk, y terminó lanzando su firma tres años más tarde, en plena pandemia, con un desfile retransmitido por drones. Su talante experimental tanto en siluetas como en materiales (consiguió que Prada y Valentino le cedieran sobrantes textiles para sus ejercicios de reciclado) le ganó a principios de abril el Woolmark Prize 2025, que celebraba su compromiso con “el diseño regenerativo, la artesanía y la innovación contemporáneas”, y apenas dos semanas después, el puesto de director creativo en la enseña del grupo Puig, justo en un momento de cambio de guion: aparca la estrategia de colaboración con la que mantenía la relevancia de la colección de alta costura desde 2020 y vuelve a contar con un único creativo también para la línea de prêt-à-porter, discontinuada en 2014 y resucitada ahora que el conglomerado español empieza a cotizar en bolsa. “Veo en él la energía, la audacia y el espíritu lúdico que yo tenía al comienzo de mi carrera: el nuevo enfant terrible de la moda”, proclamaba el mismísimo Gaultier en el comunicado de prensa. “Hay una demanda real de Jean Paul Gaultier, los jóvenes están muy en sintonía con sus valores. Pero también nos encontramos en un momento en que necesitamos más consistencia en todas las líneas de producto”, admitía por su parte Gagey desde su atalaya como director general de la marca.

Los últimos y tronantes movimientos de fichas en las cúpulas creativas responden, claro, a esa idea: en días económicamente aciagos para el lujo, toca agitar el avispero. Porque, como bien recoge la sabiduría popular, quien no arriesga, no gana. Chanel lo ha hecho al agenciarse a Matthieu Blazy, posiblemente, el debut más esperado en las próximas semanas de la moda. El creador franco-belga terminó de darle el chute enérgico que su antecesor, Daniel Lee, había comenzado a inyectar en el ADN clasicorro de Bottega Veneta, hoy una etiqueta con aval moderno digitalmente jaleado, así que con él se espera una revolución en la casa de la camelia (Bruno Pavlovsky, el presidente de la división de moda, le ha echado agallas, aunque este fichaje es un riesgo bastante controlado). Su sustituta en la firma italiana, la británica Louise Trotter, tampoco se corta: su propuesta minimalista-conceptual-intelectual con perspectiva de género está enfocada en satisfacer las necesidades indumentarias de la mujer, la aproximación al diseño más radical que se puede tener hoy. Mientras, el trasvase de Balenciaga a Gucci de Demna suena a medida desesperada: la enseña florentina anda tan de capa caída que precisa de un tratamiento de choque que le devuelva el pulso, creativo y económico, algo que el georgiano puede procurarle. Y, además, todo queda en casa (Kering).

Pero hay una cuestión sobre la que no podemos seguir engañándonos. Los diseñadores que defienden esa bravura que, por definición, se le supone a la moda para desafiar los convencionalismos ni asumen más riesgos ni gozan de mayor carta blanca por operar bajo el paraguas de una multinacional del lujo. Ni siquiera están por encima de las (hoy cuestionadas) tendencias, como se les atribuye a los profesionales que trabajan para las entidades del gran consumo. Cuando se trata de ganar dinero (y cuanto más, mejor) la presión es tal que o se acaba claudicando ante el embate de lo comercial (digan básico, aburrido, adocenado, si quieren) o se coge la puerta para no renunciar a los principios (les pasó a Helmut Lang, Martin Margiela o Alessandro Michele). Por eso, la verdadera audacia en el negocio actual pasa por perseverar en la independencia, al estilo de los japoneses (Rei Kawakubo con su Comme des Garçons, Yohji Yamamoto, Issey Miyake) o de versos sueltos tipo Rick Owens (entre él y su esposa, Michèle Lamy, poseen el 100% de su empresa). Por otro lado, habría que preguntarse dónde está la audacia de las grandes corporaciones para apostar por talento joven, sobreabundante en valentía. Aunque si así es posible seguir disfrutando de la audacia narrativa de una Elena Velez o un Willy Chavarria sin adulterar, casi mejor. 

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