Alegremente infiel
«Hay dos tipos de personas: quien viaja llevándose consigo la cosmética que usa en casa o quien lo hace cargada de muestras, botecitos que ha ido atesorando a lo largo del año y amenities robadas en hoteles».

Hay dos tipos de personas: quien viaja llevándose consigo la cosmética que usa en casa o quien lo hace cargada de muestras, botecitos que ha ido atesorando a lo largo del año y amenities robadas en hoteles. Esas dos personas pueden ser amigas. Es más, una puede ser ambas en distintos momentos de su vida. No es mi caso, pertenezco al segundo grupo: siempre viajo con un neceser aventurero e iconoclasta.
Si cambio de opinión cada dos por tres, cómo no voy a cambiar de sérum. El pensamiento no debe tener asiento y las creencias cosméticas, tampoco. Nuestra piel y nuestro cabello no se comportan igual en enero que en julio, cuando estamos en medio de un desamor que cuando vivimos una época plácida. Conozco gentes que usan el mismo perfume desde hace años, que siempre se pintan el ojo con el mismo lápiz. Las conozco, las quiero y las observo como si fuera una herpetóloga ante una lagartija. Hay miles de científicos de todo el mundo investigando con sus batas blancas para que la cosmética avance y se renueve y nosotros pensamos que lo nuestro es lo mejor, lo definitivo.
La fidelidad cosmética me parece un recurso perezoso, la renuncia a un juego. Me pasa al contrario que con la fidelidad emocional, a la que sí comprendo en teoría aunque me altere en la práctica. Ay, ojalá pudiera vivir siempre en la teoría. Tengo una postal en mi frigorífico que me lo recuerda en francés: “Un día viviré en teoría, porque en teoría todo va bien”. En términos cosméticos, soy una monógama con facilidad para el despiste, un eufemismo para llamar a los romances extramaritales. Tengo una familia cosmética que la componen básicos como Le Crayon de Chanel, los Terracotta de Guerlain o la Skin Food de Weleda, pero no puedo ni quiero evitar que se me cuelen por el camino productos diferentes. ¡Oops! La vida es corta y la cosmética, amplia. Uso los viajes para explorar estas aventurillas, aunque sé que si una limpiadora o sombra de ojos me gusta cuando la pruebo fuera de casa puede que sea porque, justo, la pruebo fuera de casa, donde todo es más excitante. “A ver cómo funcionas en el día a día, amigo” me entran ganas de gritarle al champú que estreno en el hotel y que solo me durará unos días.
La cosmética nómada, esa que movemos de acá para allá, genera muchos ingresos en la industria. Es la que se vende en tamaños de viaje (menores de 100 ml), la que es fácil de transportar, la que cabe en una bolsa de aseo, la que compone los famosos discovery kits. Estos miniproductos son estupendos no solo para viajeros, sino también para curiosos, porque permiten probar nuevas marcas sin grandes desembolsos. Hay que ser una piedra para no caer en la sección de formatos de viaje en cualquier Boots que encontremos en un aeropuerto inglés. Un informe de Market.us predice que el mercado de los cosméticos de viajes crecerá un 4,7% en los próximos 10 años.
Me pregunto cómo evolucionará este segmento una vez que en los aeropuertos eliminen la limitación de líquidos, algo que algunos ya están llevando a cabo gracias a los escáneres en 3D. En Madrid-Barajas y Barcelona-El Prat, en unos meses, se podrá subir a aviones cosmética sin límites, algo que alegrará a esas personas que viajan con su colonia gigante o su hidratante en tamaño real. El verano termina, los viajes no. Llevaremos de acá para allá nuestra cosmética nómada que a veces será enorme y familiar y otras, pequeña y nueva. Tengo siempre preparado un neceser de viaje; con él soy alegremente infiel.
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