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cáncer
Tribuna
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Contar por lo sano: no es solo el cáncer, también la política

Es en los despachos donde se privatiza la gestión de hospitales, se recorta en radiólogos y sanitarios y se decide no informar a las mujeres con pruebas dudosas

Colegio de Médicos intrusismo Cataluña

El cáncer es una enfermedad invisible. La mayoría de las veces no la ves, ni siquiera la sientes, hasta que un médico te señala las marcas imperceptibles en la imagen en blanco y negro de una pantalla que prueba que estás enferma. Entonces te miras al pecho, incrédula, sin entender muy bien qué está pasando ahí dentro, por qué te has convertido de un momento a otro en portadora de esa otra ciudadanía más cara de la que hablaba Susan Sontag y en paciente de una enfermedad que tendrás que empezar a pronunciar en primera persona e intentar que los de tu alrededor aprendan a escuchar dicha de tu boca sin revolverse. Las metáforas que Sontag señaló hace medio siglo aún están demasiado presentes, porque en el imaginario social enfermar de cáncer sigue siendo “el robo implacable e insidioso de una vida”.

Cinco folios enrollados que traducían en palabras la imagen de una pantalla eran la única prueba que yo tenía de lo que estaba pasando dentro de mi cuerpo cuando hace cinco años me diagnosticaron cáncer de mama. Tenía 33 años, por lo que me faltaban 17 para que fuera una prueba de cribado, disponibles para mujeres a partir de los 50, la que desvelara tan terrible resultado.

El cáncer evoca imágenes. La primera es la muerte, que golpea con un arreón de miedo en el estómago. Otras son pañuelos rosas y pijamas azules, y algunos rostros de conocidos y familiares a quienes acompañó la palabra cáncer como un apellido. Ser paciente de cáncer es aprender a convivir con la estadística, aunque aún no sepas de qué lado estarás tú —el 85% que siguen vivas cinco años después del diagnóstico o el 30% que descubren a sus células insurrectas cuando ya han colonizado otras partes de su cuerpo—. El cáncer no es bélico ni épico. Y de haber batallas, sería en todo caso una guerra civil. Y pocas cosas hay más absurdas que esa. Una guerra estúpida, si es que las hay de otro tipo. Aunque es mi vida la que está en juego, yo soy una mera observadora: el signo de la guerra se decide muy lejos del campo de batalla, en los despachos en que se diseñan las políticas públicas o en los laboratorios en los que se investiga.

Porque entre tanta incertidumbre hay algunas certezas. Como que el cáncer no tiene prisa; se toma su tiempo, discreto, en silencio. Y es ese tiempo la mejor baza con la que contamos las pacientes para salvarnos: cuanto antes se descubran los impulsos homicidas de nuestras células, más posibilidades habrá de combatirlos. Es en los despachos donde se decide que no se informe a una mujer del resultado de una prueba dudosa, privándola de la única herramienta de la que dispone para enfrentar la invisibilidad de su cuerpo asesino. O donde se privatiza la gestión de hospitales, se recorta en radiólogos y sanitarios y se asume que es la donación de un empresario la única manera en que se puede disponer de las máquinas más avanzadas para tratar a pacientes con cáncer, manteniendo un sistema en que la investigación y la prevención las siguen sosteniendo aquellas huchas de lata que se agitaban en las calles pidiendo fondos para los enfermos.

Una de las obviedades del mundo de los enfermos es tener la certeza de que estamos en manos de otros, de los otros. De que, por más que esta sociedad se empeñe en fomentar esa idea del bienestar individual y el autocuidado, la salud nunca ha sido solo una cuestión de hábitos de vida —se puede hacer todo bien y morir de cáncer—, sino de cómo tratamos a nuestros investigadores, los que encadenan becas temporales de fundaciones privadas, de qué impuestos pagamos y qué exigimos a nuestros gobernantes que hagan con ellos, con una sanidad donde sus profesionales no dupliquen turnos, exhaustos, teniendo que atender cada vez a más pacientes en el mismo periodo de tiempo.

Somos nosotras, las supervivientes, las que tratamos de quitarnos de encima los lazos rosas y mostrar los negros, marrones y grises de la enfermedad. Contamos nuestras historias para sentir que contamos; por las madres, hijas, hermanas y tías que ya hemos perdido y por las hijas, compañeras y amigas que no queremos perder. Contamos nuestras historias porque nosotras podemos contarlas, porque, como dice Anne Boyer, reconocerse como superviviente se siente inevitablemente como una traición a las muertas. Yo no he tenido más ganas de vivir que las que tenía Olatz Vázquez. De ella es una de las citas más certeras: “El cáncer es una grandísima puta mierda”.

Miriam Ruiz Castro es periodista y autora de Cuerpos asesinos. Enfermar en la era del bienestar (Libros del K.O.).

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