Un fascista cualquiera
García Juliá tenía 24 años cuando llevó a cabo la “hazaña” que dejó un saldo de cinco muertos. Hasta entonces, no había nada destacable en su escueta biografía


Carlos García Juliá se fugó de la justicia española en 1994, cuando le quedaban por cumplir unos diez años de cárcel efectivos de la larga condena, de casi doscientos años, que le había caído por ser uno de los autores materiales del asesinato múltiple de los abogados laboralistas de la calle Atocha de Madrid en enero de 1977.
García Juliá tenía 24 años cuando llevó a cabo la “hazaña” que dejó un saldo de cinco muertos y cuatro heridos muy graves. Hasta entonces, no había nada destacable en su escueta biografía, salvo que había llevado con un porte militar impecable una bandera en un acto presidido por Blas Piñar, un notario que en aquel momento dirigía la organización Fuerza Nueva, de extrema derecha.
Carlos García Juliá frecuentaba a tipos como José Fernández Cerrá y el funcionario Ignacio Albaladejo, o un antiguo miembro de la División Azul, Leocadio Jiménez Caravaca. Se les iban las horas tomando cañas juntos en las inmediaciones del Sindicato del Transporte, presidido por Juan García Carrés.
Según aumentaba el nivel alcohólico de las francachelas, iban menudeando los vivas a España y las bravatas que solían quedar en el aire. Ahí solían quedarse, hasta que se cruzó en sus vidas una huelga del Transporte que los dirigentes mafiosos del Sindicato Vertical no podían controlar. Un hombre, militante de las entonces ilegales Comisiones Obreras, Joaquín Navarro, fue identificado por el Sindicato como el dirigente de la protesta. Y el siniestro grupo de amigotes patriotas recibió el encargo, pagado, de escarmentarle de alguna manera.
Eran malos como pistoleros. Todo lo que siguió al encargo fue una sucesión de chapuzas, sangrientas, pero chapuzas. Joaquín Navarro escapó, sin saberlo, del ataque, y cuatro abogados y un empleado del despacho, que asesoraba a los huelguistas, quedaron muertos acribillados a balazos.
Los autores materiales de los fusilamientos fueron José Fernández Cerrá y Carlos García Juliá. Los dos actuaron con gran sangre fría y sobrepasaron las instrucciones recibidas de escarmentar a Navarro. ¿Pero quién podía dejar pasar sin hacer nada al Estado Mayor de la amenaza comunista que oradores encendidos como Blas Piñar y otros denunciaban constantemente?
García Juliá descubrió esa noche que matar no es tan difícil, si se tienen los incentivos, las armas y los recursos necesarios. Y él tenía todas esas cosas. Sobre todo, tenía el suficiente deseo de disparar contra comunistas de carne y hueso. Que se sepa, no ha repetido.
Después de su condena, su estancia en prisión y su fuga, su vida se convirtió en la de un delincuente de poca monta. Algunas drogas, alguna fuga más, falsificación de documentos, y un empleo de conductor asalariado en São Paulo, como el de los hombres a los que quería reprimir en España.
Era solo un fascista cualquiera.
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