Santamaría, antes y después del octubre negro
Ha concedido argumentos vengativos a quienes recelan de ella en Génova

Un partido vertical, previsible, piramidal, como el PP de Rajoy, concede al cargo del vicepresidente razones justificadas y hasta naturales en el aspirantazgo de la Moncloa. Y es la posición que disfruta Soraya Sáenz de Santamaría. O que disfrutaba hasta que la gestión negligente del 1 de octubre malogró su papel de favorita, quizá no hasta el extremo de arruinarla por completo. Debilitó a Sáenz de Santamaría el referéndum. No ya porque proliferaron las urnas como una epidemia y quedó en entredicho su papel de 007 —la vice es responsable del CNI— sino además porque los episodios de violencia dieron corpulencia al relato de la represión, más allá de la ingenuidad con que la propia Soraya había convertido a Junqueras en un aliado de confianza. Se percató muy tarde de la ferocidad del compadre.
La crisis catalana se ha convertido en la propia. Y ha concedido argumentos vengativos a quienes recelan de ella en Génova. Empezando por María Dolores de Cospedal, cuyos galones de secretaria general del PP han servido para disciplinar al partido en el rechazo a la vicepresidenta del Gobierno. Y no sólo por la rivalidad en la carrera. O por las discrepancias personales, sino por el énfasis con que Soraya se desmarcó de Génova en los años de galeras, justificando que su cargo de portavoz gubernamental contradecía referirse a los asuntos relacionados con la casa madre.
Tanta asepsia, tanto escrúpulo complican su posición sucesoria. Cuesta trabajo creer que el heredero de Rajoy surja de un milagro extrauterino, aunque el dedazo del presidente del Gobierno aloja facultades extraordinarias. Y es su mejor valedor, hasta el extremo de haberle concedido atribuciones tan concretas como la vicepresidencia del Gobierno y tan interinas como el cargo de honorable presidenta de la Generalitat.
Es la paradoja y el techo de Sáenz de Santamaría (Valladolid, 1971). Currante, buena parlamentaria, perfeccionista. Es abogada del Estado, se desposó por lo civil en Brasil y sobrevive en la antecámara de la corte de Rajoy gracias a su lealtad, a su inteligencia política, a su resistencia de opositora —en el sentido administrativo — y a su perfil "moderno", incluso socialdemócrata en un hábitat donde predominan más bien los tiburones liberales. Es partidaria, por ejemplo, del matrimonio homosexual, hace apostolado de la conciliación familiar y destaca en un Gobierno donde hay tantos tecnócratas como rivales, bastantes perversos éstos últimos en desternillarse con el baile que concedió a El hormiguero.
Nadie más explícito al respecto que el exministro García Margallo, jactancioso en la paternidad del apelativo de La Pitufina. El diminutivo se antoja inversamente proporcional a los poderes que concentra la número dos de Mariano Rajoy, pero es elocuente al mismo tiempo del encontronazo que Sáenz de Santamaría mantiene con la casta y la caspa del PP.
Más que la oportunidad de una presidenta mujer, Sáenz de Santamaría representa la ocasión de un relevo generacional, la expectativa de un electorado más heterogéneo y la desvinculación de la corrupción, pues su nombre no consta en los renglones torcidos de Bárcenas.
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