Eduardo García de Enterría, un maestro del derecho público


Puedo contar con bastante precisión la historia intelectual de Eduardo García de Enterría (Ramales de la Victoria, Cantabria, 1923) desde hace cuarenta años porque la he vivido, afortunadamente para mi formación como jurista, muy de cerca durante todo ese tiempo.
Me incorporé al terminar la carrera al grupo de fundadores del seminario que él dirigió, durante algunos cursos académicos, en el Instituto de Estudios Políticos, antecesor del actual Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Fue, como todas sus iniciativas académicas, un proyecto perdurable porque ha mantenido sus sesiones de modo ininterrumpido durante más de cuatro décadas, instalado, después de los años inaugurales, en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense. Contó con su asistencia personal hasta casi cumplir los noventa, que es la edad con la que falleció el pasado lunes.
Tantos años de fecunda compañía nos ha permitido leer las primeras ediciones de sus libros fundamentales a medida que los iba entregando a la imprenta. Antes de esos cuarenta años de vida intelectual comprometida, el profesor García de Enterría había obtenido brillantemente sus oposiciones a letrado del Consejo de Estado y su primera cátedra universitaria en la Facultad de Derecho de la Universidad de Valladolid. Llegó a Madrid rodeado de sus primeros discípulos, tan caracterizados y brillantes: Alejandro Nieto, Ramón Martín Mateo, Sebastián y Lorenzo Martín-Retortillo, Ramón Parada y Tomás Ramón Fernández. Traía bajo el brazo algunas obras deslumbrantes (La Administración española, Dos estudios sobre la usucapión en derecho administrativo, Revolución Francesa y administración contemporánea…) y otras en preparación que germinaron después de ocupar la cátedra de la facultad complutense. Sus estudiantes seguimos entonces los apuntes de Derecho Administrativo de su cátedra, una joya ciclostilada, encuadernada con una modesta cartulina gris, donde estaban los primeros materiales de lo que luego sería el Curso de Derecho Administrativo que empezó a editar en 1974 con la colaboración de Tomás Ramón Fernández.
Mantuvo una presencia abrumadora como creador, publicando monografías, dirigiendo libros colectivos y participando sucesivamente con artículos importantes en diversas revistas, pero, principalmente, en las dos que él fundó, hasta completar una bibliografía personal de dimensiones, calidad e influencia impresionantes, que no ha llegado a cerrar hasta bien cerca de cumplir la edad nonagenaria con un ensayo sobre la jurisdicción contencioso administrativa, uno de sus temas recurrentes (Las transformaciones de la jurisdicción administrativa: de excepción singular a la plenitud jurisdiccional. ¿Un cambio de paradigma?, Cívitas, 2007). Cuando lo publicó se le oyó decir, sin poner ningún énfasis, que ya no volvería a escribir libros de derecho. Realmente lo decía por su edad, con la que siempre bromeaba, pero poco le quedaba ya que pudiera hacer para mejorar su obra inmensa: había establecido las bases para la defensa de los derechos individuales en una época de dictadura; acometió el estudio de la Constitución, cuando fue aprobada, para explicar las dimensiones del cambio jurídico que traía; abordó el análisis del impacto del derecho comunitario europeo, y estuvo presente, con su magnífica capacidad de escritor, en todos los temas relevantes para nuestra convivencia.
Cosechó en ese período reconocimientos incontables, doctorados honoris causa de las más importantes universidades europeas (Sorbona, Bolonia) y latinoamericanas; los premios más relevantes (Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 1984) y reconocimientos elevadísimos que, sin embargo, no hicieron nunca mella en su carácter sencillo, en su conversación cordial y lúcida, en su gusto por la relación directa con sus amigos y discípulos, los consagrados y los jóvenes que se iniciaban en las disciplinas que él dominaba. Mantuvo una cohesión admirable, alrededor de su persona, de la mayor parte de los profesores de Derecho Administrativo, que lo reconocieron como maestro y que se proclamaron con orgullo miembros de la “escuela del profesor García de Enterría”, título que sin más suponía un reconocimiento incuestionable. Es asombrosa la dimensión de esa escuela, de la que, sin necesidad de mayores indagaciones, puede decirse que no existe parangón, en el mundo del derecho, cualquiera que sea el país que se considere. Más de un centenar de catedráticos y varios de titulares de universidad, doctorandos y otros muchos juristas aprendieron a llamarlo maestro, con independencia de la relación directa que con él mantuvieran, porque les gustó secundar su ejemplo de profesor y jurista.
A ese curriculum ejemplar como hombre de leyes sumó García de Enterría su condición de intelectual y humanista completo, conocedor de la literatura clásica y atento a cualquier creador o ensayista contemporáneo, gran amante de la mejor poesía y acaparador insaciable de libros para su imponente biblioteca, de la que disfrutó en Madrid y en sus retiros de Potes, su pueblo amado, y en Arenas de San Pedro, el lugar donde nacieron probablemente sus grandes contribuciones. Quizá este último lugar fuera para García de Enterría la Torre de Quevedo, cuya poesía tanto admiró. Es fácil imaginarlo repitiendo, en Arenas de San Pedro, los primeros versos del formidable soneto quevediano: “Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”.
Tenemos sus discípulos y amigos la responsabilidad imponente de su herencia. Añado a la que me corresponde como jurista y universitario, la que deja en la Real Academia Española, donde su huella será perdurable, como en todas las instituciones a las que perteneció.
Santiago Muñoz Machado es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense y miembro de la Real Academia Española.
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