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Las grandes marcas se hacen de oro con el cachemir de Mongolia, mientras las tierras se degradan y los pastores apenas sobreviven

La demanda global ha disparado el crecimiento de rebaños de cabras de las que se extrae esta fibra en las estepas mongolas. La proliferación caprina agota los pastos, acelera la desertificación y empuja a los ganaderos a una espiral de deuda y vulnerabilidad

Cachemir de Mongolia

Junto a su esposa, Batkhuu Namchin, un pastor nómada de la provincia de Arkhangai —una región montañosa situada a ocho horas al oeste de Ulán Bator, en el centro de Mongolia— cuida de sus cabras recién nacidas. Con la llegada de la primavera, se preparan para una de las temporadas más laboriosas del año: peinar a los animales para recoger su preciada fibra de cachemir.

A lo largo de las colinas áridas y las llanuras azotadas por el viento, el horizonte está salpicado de puntos en movimiento: manadas de yaks, ovejas, caballos y, cada vez más, cabras que pastan libremente. Los pastores seminómadas las atienden, trasladando sus viviendas circulares de fieltro —los ger— entre los pastos de verano e invierno, como lo han hecho sus familias durante siglos, siguiendo el ritmo de las estaciones.

Nada parece haber cambiado en siglos. Sin embargo, una lenta transformación está en marcha. Antaño famosa por sus caballos, gracias a sus pastos de altura ideales para el ganado mayor, Arkhangai está ahora dominada por cabras, más propias del desierto del Gobi, a cientos de kilómetros al sur. Estas cabras pertenecen a una raza específica, muy valorada por su suave subpelo, del que se obtiene una de las fibras más lujosas del mundo: el cachemir.

Esta transformación no es solo visible en Arkhangai, sino que refleja una tendencia nacional que ha cambiado de forma radical el paisaje y la economía del país. Tras el colapso de la Unión Soviética a principios de los años noventa, la economía pastoril de Mongolia se abrió a los mercados globales, y el país se convirtió rápidamente en el segundo productor mundial de cachemir, solo por detrás de China. Hoy, alrededor del 40% de la fibra bruta mundial procede de sus estepas, según el Banco Mundial. En las últimas tres décadas, el número de cabras se ha disparado de siete a 22 millones, intensificando el sobrepastoreo y acelerando la degradación del suelo: un 76% de los pastos del país están ya afectados por la desertificación.

Para responder a las exigencias de sostenibilidad del mercado del lujo, en 2015 se creó en Londres la Sustainable Fibre Alliance (Alianza de Fibras Sostenibles, SFA), con el objetivo declarado de “minimizar el impacto ambiental del cachemir [...] salvaguardar los medios de vida y mejorar el bienestar animal”. Cuenta con el apoyo de marcas como Burberry, Kering, Hermès y Loro Piana. Sin embargo, testimonios de pastores, miembros de las cooperativas y expertosconsultados por este diario ponen en entredicho su función. Diversas fuentes señalan que la alianza prioriza requisitos relacionados con la calidad del cachemir y el bienestar animal, mientras que los criterios sobre gestión del suelo o impacto ambiental son vagos y de difícil seguimiento, al mismo tiempo que los pastores no han visto aumentados su beneficios de forma paralela al crecimiento del precio del cachemir. Esto ha generado un creciente escepticismo entre expertos y cooperativas sobre la capacidad real de la certificación para frenar el deterioro de los pastos.

“Explotados por el precio del cachemir”

Dentro de su ger, Batkhuu Namchin y su esposa, Orkhontuya Jamnyan, calculan la producción de cachemir de este año. Mientras conversan, ofrecen a sus invitados el tradicional khoorog —un frasco de rapé con tabaco en polvo— y un cuenco de suutei tsai, la bebida típica mongola a base de té, leche y sal.

Desde hace más de una década, forman parte de Dashdondog Erdenebat, una gran cooperativa certificada por la SFA. Pero sus vidas siguen marcadas por las mismas dificultades. Cada año deben pedir préstamos para cubrir los gastos básicos, sin saber cuánto se pagará por su cachemir ni si podrán devolver las deudas.

“El precio del cachemir cambia cada año y nunca sube lo suficiente: siempre acabamos endeudados para comprar heno y medicinas para los animales, sobre todo con estos dzud [inviernos cada vez más duros e inestables]. Todos los pastores mongoles estamos atrapados en la deuda. Me siento explotado por el precio del cachemir”, afirma Namchin.

El precio del cachemir cambia cada año y nunca sube lo suficiente: siempre acabamos endeudados para comprar heno y medicinas para los animales
Batkhuu Namchin, pastor mongol

En 1996, un kilo de cachemir valía apenas 2.500 tugrik —menos de un euro—. En 2007 alcanzó los 9.000, y hoy supera los 150.000 tugrik, más de 36 euros por kilo. Sin embargo, la inflación en Mongolia, que oscila entre el 8% y el 15% anual, ha erosionado el poder adquisitivo de los pastores. En términos reales, sus condiciones apenas han mejorado, teniendo en cuenta que el riesgo empresarial recae casi por completo sobre ellos. Por ejemplo, si en mayo una repentina tormeta de viento y nieve barre la estepa y los brotes verdes desaparecen bajo la escarcha, los animales corren un grave riesgo. Porque para quienes ya han peinado a sus cabras, despojándolas de su cálido subpelo, el frío puede ser letal: una sola tormenta basta para arrasar con el sustento de toda una familia.

“No tengo ni idea de a cuánto se vende mi cachemir en Europa”, admite Batkhuu. Los beneficios de este producto de lujo no se reparten de forma equitativa: el precio de exportación es hasta ocho veces superior al que reciben los pastores, según confirman todos los ganaderos consultados.

Esta lucha por la supervivencia en la estepa está íntimamente ligada a la tierra. La rápida expansión de los rebaños, junto con la presión sobre los pastos privatizados, está transformando unas praderas antaño fértiles en suelos frágiles y sobreexplotados. La historia de Batkhuu y Orkhontuya no es solo de deuda y esfuerzo: es también la historia de un paisaje al límite, que podría dejar de sostener la cultura pastoril que ha definido Mongolia durante siglos.

“El suelo no tiene tiempo de regenerarse”

El desequilibrio económico ha alimentado una carrera sin fin por aumentar los rebaños. Los pastores acumulan cada vez más cabras, impulsados no solo por el valor del cachemir, sino también por la necesidad de compensar la volatilidad de los precios. Pero el crecimiento tiene consecuencias devastadoras para el suelo: las cabras comen flores y semillas además de hierba, impidiendo la regeneración vegetal y acelerando la desertificación. A este ritmo, coinciden los expertos, la ganadería será inviable para las futuras generaciones.

Según el Instituto de Investigación en Meteorología, Hidrología y Medio Ambiente —la agencia pública mongola encargada del seguimiento climático y ambiental—, el 76% de los pastos del país sufren ya procesos de desertificación: un 31% en grado “débil”, un 22% “moderado”, un 18% “grave” y un 4,7% “muy grave”. Los investigadores atribuyen la mitad de las causas al cambio climático y la sequía, y la otra mitad a la acción humana, principalmente al sobrepastoreo.

En 2024, Mongolia podía sostener un máximo de 110 millones de unidades ovinas equivalentes, pero el número real de animales superó ese umbral en casi 37 millones
Bat Oyun Tserenpurev, experta Instituto de Investigación en Meteorología, Hidrología y Medio Ambiente

“La capacidad de nuestros pastos se sobrepasa cada año”, explica Bat Oyun Tserenpurev, directora del área de investigación agrometeorológica del instituto. “En 2024, Mongolia podía sostener un máximo de 110 millones de unidades ovinas equivalentes, pero el número real de animales superó ese umbral en casi 37 millones”.

Las cifras revelan la magnitud del problema, pero sobre el terreno la crisis es visible a simple vista. Oyun Tsevelmaa —una mujer pequeña, de rostro enjuto y mirada severa— conoce bien estas tierras. Dirige desde hace años la cooperativa Shireet Khugjil, en Undurshireet, a 200 kilómetros al oeste de Ulán Bator, y ha visto cómo la estepa se empobrece año tras año.

“Hace 25 años, la hierba me llegaba a las rodillas. Hoy, apenas sobrepasa mis cuatro dedos. También hemos perdido muchas especies vegetales que eran esenciales para el ganado”, recuerda con nostalgia. “Antes de 1990, las cooperativas soviéticas tenían estándares muy altos para la lana y la gente cuidaba los pastos. Cada familia tenía un terreno asignado. Hoy, cada uno decide por su cuenta y no hay sanciones para quien explota la tierra sin control”, protesta.

Tsevelma muestra un trozo de sus tierras, que valló hace ocho años para protegerlas del pastoreo excesivo como parte de un estudio de regeneración realizado por la MNFPUG (Federación Nacional de Grupos de Usuarios de Pastos de Mongolia). Después de cinco años, ha vuelto a aparecer una rica variedad de hierbas y plantas que ayuda a proteger el suelo de la erosión eólica e hídrica. Fuera de la valla, las grietas en la tierra son cada vez más profundas.

Una certificación “sostenible” hecha por y para las marcas

Detrás de las palabras de Tsevelmaa se esconde un mecanismo más complejo. La Sustainable Fibre Alliance no es solo un sello, sino la estructura con la que la industria del lujo certifica su cadena de suministro. Fundada en 2015 en Londres como organización sin ánimo de lucro, su objetivo declarado es “promover la sostenibilidad del cachemir” a lo largo de toda la cadena productiva.

Entre los primeros socios en desarrollar el estándar figuraban Johnstons of Elgin, Burberry y el grupo Kering —propietario de Gucci y Yves Saint Laurent—. Hoy, la alianza cuenta con más de 500 miembros, entre ellos grandes nombres como Falconeri, Colombo, Cariaggi, Loro Piana, Gucci o el grupo Filpucci, además de fábricas locales como Goyol, Khanbogd y Sor Cashmere.

En 2023, según datos oficiales, la SFA certificó 6.454 toneladas de fibra, destinadas principalmente al mercado europeo, especialmente el italiano. Pero detrás de la promesa de mayores ingresos se esconde una realidad mucho más compleja.

“Trabajamos mucho para conseguir el certificado”, relata M. Adiyasuren Khaidardandar, representante de la cooperativa Khor Giin Misheel en Tariat, a más de 600 kilómetros de Ulán Bator. “Pensábamos que la certificación nos permitiría vender el cachemir a mejor precio, pero en realidad no ayuda a los pastores, solo a los dueños de las fábricas, que venden más caro y se enriquecen”.

Los estándares de la SFA se centran sobre todo en la calidad de la fibra y el bienestar animal, pero apenas incluyen criterios vagos sobre biodiversidad o uso del suelo, supuestamente basados en una “gestión sostenible de los pastos y reducción del sobrepastoreo”.

“Esos estándares no consideran realmente la salud del suelo”, explica Tungalag Ulambayar, experta independiente en pastoralismo y consultora de la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (UNCCD). “Dicen hacerlo, pero es casi imposible medir de forma precisa y continua el estado de la tierra. En realidad, la SFA actúa como intermediaria entre las marcas y los pastores: permite a las firmas exhibir una etiqueta ética sobre una cadena de suministro que sigue respondiendo a la misma lógica económica”.

En el plano económico, el desequilibrio es evidente: las marcas ganan reputación y acceso a materias primas “certificables”, pero los pastores no reciben un pago estable ni primas por su fibra. Documentos a los que ha tenido acceso EL PAÍS revelan además presiones dentro de organizaciones en Mongolia que trabajan con la SFA para minimizar en los informes públicos el papel del sobrepastoreo.

Ante las críticas, el director nacional Vandandorj Sumiya defiende la labor de la alianza: “No todas las cooperativas reciben una recompensa financiera directa —explica—, pero los beneficios pueden ser de otro tipo: servicios veterinarios, suministro de heno o vacunas, y sobre todo, una mejor posición en el mercado. Hoy las empresas quieren comprar cachemir certificado, y eso aumenta la competitividad de las cooperativas”.

En respuesta a las solicitudes de EL PAÍS, la SFA afirma que “la certificación por sí sola no resolverá la desertificación”. “En cambio, apoyamos a los pastores y socios locales para que adopten una mejor gestión de los pastos, fortalezcan la gobernanza local y desarrollen la resiliencia económica”, aseguran.

De los pastores a las marcas de lujo

En el almacén de Khanbogd —una de las principales fábricas de cachemir de Mongolia—, los trabajadores clasifican grandes sacos de fibra recién llegada de distintos distritos. Fundada en los años 2000, Khanbogd trabaja con cooperativas y proveedores locales, y abastece a las cadenas de producción de algunas de las marcas europeas más prestigiosas: Lanificio Colombo, Burberry, Louis Vuitton, Hermès, Dior, Gucci, Prada, Chanel, Max Mara o Bottega Veneta. La empresa también es miembro de la SFA. En respuesta a las solicitudes de EL PAÍS, Gucci, Prada y Brunello Cucinelli afirmaron no ser ahora miembros de la SFA.

La brecha entre el valor generado en Mongolia y los márgenes obtenidos en Europa es evidente. “Las marcas europeas fijan los precios y las condiciones de pago”, denuncia Gantsetseg Choidon, directora general y propietaria de la compañía. “Hablan de sostenibilidad, pero la verdad es que nos están ahogando económicamente. Hoy solo ganan las grandes marcas”. “Si los pastores no pueden ganarse la vida con este trabajo, desaparecerán. Y con ellos, también desaparecerá el cachemir mongol”, advierte Choidon.

Al caer el sol tras las montañas, Oyun observa cómo su rebaño regresa al campamento. “Pedimos que las fábricas nos reconozcan una parte de los beneficios cuando venden el cachemir en Europa”, dice con firmeza. “También queremos beneficiarnos, cuando nuestro cachemir llega allí”. A su alrededor, la estepa se extiende silenciosa, desnuda y vulnerable. En estos paisajes, que durante siglos sostuvieron la vida nómada, el futuro del cachemir y de quienes lo producen dependerá de si la tierra logra o no disponer el tiempo que necesita para recuperarse.

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