“Construimos un quirófano subterráneo para los pacientes más críticos”: el ejército asedia a hospitales y escuelas pese al fin del estado de emergencia en Myanmar
Human Rights Watch cifra en 263 los centros sanitarios atacados y 74 los profesionales sanitarios muertos desde el golpe de Estado de 2021

Hay una niña pequeña tendida en una camilla, con la pierna envuelta en vendajes empapados de sangre. Su madre, al lado, le sostiene la mano con fuerza. “Mi hija estaba jugando cuando, de repente, la golpeó un fragmento de una bomba arrojada desde un dron”, dice en voz baja. En una cama cercana está Zi Ya Tee, de nueve años. Un fragmento de mortero le atravesó la espinilla cuando estaba en casa con su familia. El pequeño hospital que acoge a estas dos pequeñas está escondido en la selva cerca del pueblo de Demoso, en el Estado de Karenni ―conocido hoy oficialmente como Estado de Kayah― al este de Myanmar. Es el corazón de la guerra civil que asola a este país del sudeste asiático desde el golpe de Estado de febrero de 2021 que dejó el control de Myanmar en manos de la Junta Militar.
Los ataques en Myanmar contra hospitales, escuelas e iglesias continúan, a pesar de que el 31 de julio, la junta levantó el estado de emergencia y anunció unas elecciones escalonadas entre diciembre de 2025 y enero de 2026. El pasado sábado, al menos 19 estudiantes de secundaria perdieron la vida en un bombardeo ordenado por la Junta Militar en el Estado Rakáin, en el que utilizaron 227 kilos de explosivos, según denunciaron el pasado 13 de septiembre en un comunicado la opositora Liga Nacional Arakán para la Democracia y el Ejército Arakán. Los observadores internacionales y la oposición, que ha anunciado que boicotearán los comicios, creen que son una mera fachada y que el general Min Aung Hlaing, que dirigió el golpe de Estado, seguirá siendo presidente o jefe del ejército después de los comicios.
De acuerdo con Human Rights Watch, desde el golpe de Estado de 2021, las fuerzas militares han lanzado ataques constantes contra hospitales, profesionales e instalaciones médicas y han debilitado gravemente la capacidad de respuesta ante emergencias. En este tiempo, por lo menos 263 centros sanitarios han sufrido ataques y 74 profesionales sanitarios han muerto.
Mientras en la capital, Naypyidaw, se habla de elecciones, un grupo de médicos sigue atendiendo a heridos en esta clínica oculta en la selva. El hospital tiene pasillos estrechos, iluminados por lámparas que funcionan con un generador que se estropea todo el tiempo. El olor a desinfectante se mezcla con el de la sangre y el humo que, impulsado por el viento, atraviesa las láminas de plástico que protegen las ventanas.
Uno de los que atiende a los heridos en la clínica clandestina es Juri Au Mi Mint, un joven que se ha visto obligado a madurar demasiado pronto. Viste camiseta negra, pantalón corto y chanclas. Llegó de Yangón en abril de 2021, poco después del golpe de Estado. Entonces estaba estudiando Medicina. “Al principio quise empuñar las armas y luchar contra la junta”, recuerda. “Pero luego me di cuenta de que se necesitaban médicos y lugares para tratar a los heridos, así que decidí resistir de otra manera”.
Al menos 80.000 personas, entre civiles y combatientes, han perdido la vida desde que comenzaron los combates, según los cálculos del Proyecto de Datos sobre Localización y Eventos de Conflictos Armados (ACLED, por sus siglas en inglés), una organización independiente que observa y analiza los conflictos en todo el mundo. Solo en el último año, según un informe que acaba de publicar Naciones Unidas, las operaciones del Tatmadaw, las fuerzas armadas de Myanmar, han causado “violaciones generalizadas y sistemáticas de los derechos humanos que constituyen crímenes de guerra”. El documento, elaborado por el Mecanismo Independiente de Investigación para Myanmar (IIMM), presenta testimonios de torturas (descargas eléctricas, estrangulamientos y mutilaciones), violencia sexual, ejecuciones sumarias y ataques contra escuelas, hospitales, viviendas y lugares de culto.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) calcula que casi 3,5 millones de personas han tenido que huir de sus hogares. Según Unicef, 19,9 millones de personas, alrededor del 35% de la población del país, necesitan ayuda humanitaria urgente, entre ellas 6,4 millones de niños. Mientras tanto, la economía se hunde y el Banco Mundial estima que casi la mitad de la población vive por debajo del umbral de la pobreza.

La sala en la que habla Juri, la misma a la que cada día llegan decenas de heridos, cuenta con lo básico. Unas camas metálicas, unos cuantos instrumentos quirúrgicos cuidadosamente dispuestos sobre una mesa y un ventilador de plástico que gira lentamente.
En mayo de 2021, Juri fundó su primera clínica con otros médicos al este de Demoso. Pero en noviembre de 2023, sufrió varios ataques aéreos. Algunas enfermeras resultaron heridas y un joven voluntario perdió una pierna. “Tuvimos que cerrar el hospital y lo reconstruimos aquí, en un lugar más escondido”, explica. “En estas instalaciones hacemos alrededor de 50 operaciones al día y podemos alojar hasta 120 personas”.
Sin embargo, estar en el corazón de la selva tampoco los ha protegido de los ataques. El ejército, debilitado por las derrotas en el campo de batalla, ha intensificado las incursiones aéreas y los bombardeos con drones y morteros, que también han golpeado este hospital. “El mes pasado, los aviones bombardearon la zona siete u ocho veces”, cuenta. “Construimos un quirófano subterráneo para los pacientes más críticos”.
En estas instalaciones hacemos alrededor de 50 operaciones al día y podemos alojar hasta 120 personasJuri Au Mi Mint, médico
Han excavado un túnel de hormigón que desciende varios metros, con una rampa para que puedan deslizarse las camillas. Al final hay una puerta doble de color marrón. Al abrirla, aparecen varios médicos y enfermeras inclinados sobre mesas de operaciones, cubiertos de mascarillas y con guantes. “En estos momentos tenemos varios casos urgentes”, dice Juri brevemente, para no distraer al personal.
Iglesias bombardeadas y reconvertidas en escuelas
En el municipio de Pekon, al norte de Demoso, una iglesia de madera y bambú se ha convertido en escuela. Los bancos son tablones desgastados y las paredes tienen las huellas de la metralla. Los niños repiten en voz alta lo que les lee la maestra. Pero tienen que pararse por el rugido de los aviones. “Ya nos han bombardeado”, dice el director, Tein Shu Miyan. “Todos los días hacemos simulacros. Los niños aprenden a refugiarse en las trincheras que hemos cavado. Es peligroso, pero no podemos renunciar a la educación. Los jóvenes son el futuro de nuestro país”.

Además de las escuelas, también los templos religiosos han recibido ataques. En una aldea cercana a Pekon se celebra todavía misa. La iglesia está llena. Las monjas se sientan en los bancos delanteros. Piden que no se hagan fotos en el exterior, por miedo a que se identifique el sitio. El ejército ha atacado aproximadamente 40 desde que empezó la guerra.
“Lo único que nos queda es la fe. Nadie nos la puede quitar”, asegura una monja que asiste a misa y que, por motivos de seguridad, prefiere mantener su nombre en el anonimato. “La población sufre problemas terribles. Hay falta de alimentos, educación y asistencia sanitaria. Pero queremos conservar una actitud positiva. Con la ayuda de Dios, todo esto pasará”.
Los niños aprenden a refugiarse en las trincheras que hemos cavado. Es peligroso, pero no podemos renunciar a la educaciónTein Shu Miyan, director de escuela
Según el Programa Mundial de Alimentos (PMA), en Myanmar, alrededor de 15,2 millones de personas no tienen comida suficiente y al menos 2,3 millones padecen hambre hasta unos niveles que pueden calificarse de emergencia. La falta de financiación ha hecho que el PMA haya tenido que recortar la ayuda alimentaria a más de un millón de personas en el país. “Estos recortes se están produciendo precisamente en un momento en el que los conflictos, los desplazamientos y las restricciones hacen que la ayuda alimentaria sea más necesaria que nunca”, declaró Michael Dunford, director regional de la organización para Asia y el Pacífico, el pasado mes de marzo.

Mientras, escondidos en la selva, más de 380 chicos y chicas se entrenan en un campamento dirigido por la Fuerza de Defensa Nacional de Karenni (KNDF) y el Ejército de Karenni (KA). “El entrenamiento dura tres meses. Primero es físico, luego pasan a las armas y, por fin, van al frente”, explica Stephen, responsable del entrenamiento, mientras ve desfilar a los jóvenes. “Todos han venido de forma voluntaria, porque quieren vivir en un país libre y no en una dictadura. Luchamos por un futuro mejor y por un sistema federal en el que todas las etnias puedan vivir en paz”.
“No podemos aceptar una dictadura militar”, dice el doctor Juri. “Mi sueño es expulsar a la junta y convertirme en cirujano para trabajar en un país libre. Espero sinceramente conseguirlo”, añade antes de que le llamen para otra emergencia. Entonces corre hacia el quirófano, donde la guerra sigue llamando a la doble puerta de color marrón.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.