Contra la misantropía de izquierdas
Nadie debería ser hipócrita con el poder; todos deberíamos serlo con nuestros semejantes


Llevaba días pensando en escribir algo sobre la violencia cuando tropecé con una viñeta de El Roto que, con su irónica concisión habitual, sintetizaba en una frase mis inquietudes. En ella se ve a dos chicas, una de las cuales muestra a la otra una foto: “Mi chico es bueno, educado, cariñoso, protector y generoso”. Su amiga le responde: “¡Menudo bicho! ¡Algo trama!”. Si hablamos de violencia de género, sin duda es necesario recordar que un hombre puede ser buen hijo, buen padre, buen amigo, buen compañero de trabajo y, sin embargo, maltratar a su mujer; nadie ha hecho mejor ese retrato que Alauda Ruiz de Azúa en su serie Querer. Es bueno recordar, sí, como han hecho tantos expertos en estos días, que no hay un “perfil” de maltratador que permita de antemano a una mujer estar alerta y descartar cortejantes peligrosos; y que el más afectuoso y atractivo de los hombres, y el más liberal, puede ocultar en el pecho un Otelo devorado por celos patológicos.
En un mundo donde se acepte que las relaciones sexuales y las relaciones en general contienen necesariamente un margen de oscuridad (del que dependen también nuestra excitación y nuestra ilusión), la conclusión más natural de estas advertencias debería ser: nunca podemos saber del todo lo que nos espera. Amar y ser amado es siempre un riesgo del que participan seres frágiles y neuróticos que pueden hacerse daño recíprocamente. En el marco del patriarcado, es verdad, una pauta incuestionable (salvo para los negacionistas) determina que la mayor parte de las veces sean las mujeres las damnificadas y las que, tan ciegas como los hombres, tengan, sin embargo, menos recursos para defenderse. Por eso es sensato aprender a identificar signos de malos tratos en la belleza dolorosa de nuestro novio, que es el más apasionado y el más majo de los hombres.
Ahora bien, el paso de “cualquiera puede ser un maltratador” a “todos son maltratadores” es tan fácil como peligroso. No es una buena idea. En primer lugar porque esta acusación sumaria refuerza la concepción errónea del patriarcado como una “guerra de sexos” y no como una estructura en la que estarían atrapados también los hombres, con lo que se facilitan las contracciones identitarias de las que se nutre el machismo como ideología. Pero no es una buena idea, sobre todo, porque de esta manera se promueven marcos de desconfianza antropológica y mecanismos profilácticos que lubrican el poder destructivo del neoliberalismo y de su mitad gemela, el neofascismo. Quiero decir que, en un contexto social en el que, a derecha e izquierda, se prima la seguridad sobre el amor, la precaución sobre la aventura, el punitivismo sobre la justicia restaurativa, el verdadero peligro es el de que creamos posible evitar todo peligro y busquemos sólo relaciones “garantistas”. El neoliberalismo ofrece para eso el consumo de sexo ocasional sin compromisos, pactado mediante contratos despojados de misterio. El fascismo, por su parte, propone la vuelta a los viejos moldes puritanos (el matrimonio, la familia, el hogar) concebidos para generar la ilusión de que la única protección para las mujeres es justamente su sometimiento. Uno y otro ocultan, como su íntima inspiración social, la más desoladora misantropía.
Porque por este camino, en efecto, se puede llegar a esa inversión que irónicamente denuncia El Roto en su viñeta. Ya no se trata de que cualquiera pueda ser un maltratador; se trata de que debemos desconfiar precisamente de los hombres que menos lo parecen. Se trata de que nuestra suspicacia se alerte frente al hombre en el que reconocemos todas las virtudes que nos atraen: si es bueno, cariñoso, generoso y educado, entonces es sin duda un maltratador. O, yendo más allá de las indomables relaciones afectivas, se trata de que nuestro vecino del cuarto, tan amable y solidario, es en realidad un asesino en serie que lleva veinte años enterrando cadáveres en el jardín.
Esa es la cuestión: no podemos saber qué esconde el otro detrás de esos cartones que llamamos cara, en los que antes se reflejaba el alma y ahora sólo el peligro. Es cierto: “cualquiera” puede ser un maltratador; “cualquiera” puede ser un asesino en serie; “cualquiera” puede ser Mengele, que era, de hecho, un amigo generoso y un buen padre; “cualquiera” puede ser, sin duda, Eichmann, ese diligente funcionario y probo cabeza de familia. Estaría bien que entre esos “cualquiera” nos incluyéramos a nosotros mismos, para que esa alerta introspectiva excluyera los apaños que suelen llevar a la “banalidad del mal”.
Pero la paradoja de estos marcos de desconfianza social en los que todos los otros, de pronto, pasan a representar una amenaza es justamente que “cada uno de nosotros” se deja fuera a sí mismo como último depositario de las virtudes humanas y verdadero bien a proteger: un yo solitario, en permanente zozobra, como el roedor de La madriguera de Kafka, atareado en detectar indicios de intrusión y en tapar grietas por las que podría colarse el enemigo. Si “cualquiera” puede ser una amenaza y “cada uno de nosotros” es, al mismo tiempo, el último refugio frente al mal, la guerra de todos contra todos es inevitable. Para esa batalla el neoliberalismo ofrece alarmas electrónicas, cámaras, pestillos, contratos bizantinos. El neofascismo, por su parte, propone un círculo blindado un poco más extenso: la familia más cercana, la patria más excluyente, la raza más belicosa.
La semana pasada, un amigo me pasaba los resultados de una encuesta del CEO (el CIS catalán) sobre “la confianza en la sociedad”. Al parecer, sólo el 24% de los votantes de Vox tiende a confiar en la gente mientras que el 72% considera que “todas las precauciones son pocas a la hora de tratar con los demás”. Los votantes del PP y de Aliança Catalana ocupan el segundo y tercer puesto en este ranking sombrío. No es una casualidad que sean también los votantes de estos partidos los más inclinados a creer en teorías de la conspiración y los que menos confían en las protestas sociales como motor de cambio. Es decir, hay una correlación evidente entre la desconfianza en los demás, la desconfianza en la democracia y la credulidad. El yo solitario atrincherado contra el “cualquiera” amenazador es muy vulnerable al consumismo neoliberal y al securitarismo neofascista: en cuanto desconfiamos de la gente, sí, empezamos a creer en delirios negacionistas y ponemos nuestros destinos en manos de Dioses y Caudillos providentes. Muchos de los rapidísimos desplazamientos políticos de la última década, me temo, se explican menos por factores económicos que por factores sociológicos y, si se quiere, tecnológicos y metafísicos: el capitalismo ha generado, sobre todo, mucha soledad. El aumento del machismo también es hijo suyo.
Por eso la izquierda, el feminismo, el ecologismo no deberían abonar jamás la misantropía. Ninguna mujer debería tener que fingir un orgasmo, pero todos deberíamos fingir sin parar, incluso contra la realidad misma, un poco de “buenismo”. Nadie debería ser hipócrita con el poder; todos deberíamos serlo con nuestros semejantes. En el día contra la violencia de género el mensaje no debería ser “el hombre bueno que amáis es un potencial maltratador” sino “busquemos recursos para que os separéis lo antes posible del que os maltrata”. En el día contra la violencia en general (es decir, todos los días) el mensaje no debe ser “cualquiera menos yo puede ser un asesino” sino “todos somos igualmente frágiles por separado”. La medida del ser humano es la confianza absurda de un recién nacido entre los brazos de una giganta que podría matarlo; y no la desconfianza que genera la primera zancadilla de un extraño. Corramos riesgos; corramos el riesgo, antes que nada, de equivocarnos. Mejor un flechazo que se revela después fraudulento que un antiflechazo que pone fin, antes de empezados, al amor o a la amistad de nuestra vida.
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