La Constitución ya es la más longeva y sigue cumpliendo años
Cuando se encamina a su medio siglo, la Ley Fundamental resiste y sigue mostrando una adhesión ciudadana nada desdeñable


La Constitución de 1978 cumple 47 años y, como es costumbre en cada aniversario, toca hacer balance existencial. Cuando ronda el medio siglo de vigencia, es preciso destacar que ya iguala en longevidad a la de 1876, que hasta ahora ocupaba el primer puesto en ese ranking. De entrada, este dato supone un éxito en sí mismo, lo que debe ponerse en valor, sobre todo al recordar el rosario de textos constitucionales que se han sucedido en nuestra historia (a partir de 1812), muchos de ellos con una efímera existencia. El referente temporal, asimismo, es especialmente meritorio si se atiende a las difíciles circunstancias que han acompañado al texto vigente. Y ello desde su origen, dado que se elaboró en un complejo contexto marcado por la decidida voluntad de desmantelar las estructuras supervivientes de la dictadura (todas) y la necesidad insoslayable de construir un nuevo sistema democrático (partiendo prácticamente de cero). Sacar adelante la Constitución no resultó en absoluto fácil y fue posible gracias al extraordinario esfuerzo de generosidad política e indiscutible compromiso institucional demostrado por quienes asumieron la tarea, los denominados “padres constitucionales” (las madres no fueron llamadas a comparecer) y sus respectivos partidos. Una actitud eminentemente constructiva y dialogante, orientada a la identificación de valores y principios compartidos, lo que exigió importantes renuncias por parte de todos. El éxito vino de la mano del consenso, ese término mítico que define la etapa fundacional de nuestra democracia y cuya plasmación —el texto constitucional— fue avalado por la inmensa mayoría de la sociedad en el referéndum de ratificación (un 88,5% de síes sobre el voto válido con una participación del 67,1%).
Las dificultades para el asentamiento y desarrollo de la Constitución, sin embargo, no desaparecieron una vez aprobada. El camino no ha estado exento de importantes adversidades, pero el edificio del 78 ha resistido. No cabe olvidar que, todavía en fase de despegue, en 1981, el recién estrenado régimen democrático recibió el zarpazo de un intento de golpe de Estado, que se frustró, lo que permitió salir adelante. Tomando como referentes las distintas previsiones constitucionales, el legislador desarrolló los derechos fundamentales y las libertades públicas de las que la ciudadanía estuvo privada durante el franquismo. Igualmente, se abordó el arduo trabajo de construcción progresiva del Estado autonómico, que dotó de amplias cotas de autogobierno a las comunidades autónomas. Los Estatutos de autonomía y los correspondientes traspasos de competencias y recursos financieros a las comunidades fueron esenciales, junto con la intensa labor interpretativa desarrollada por el Tribunal Constitucional, para concretar las numerosas indeterminaciones que sobre la organización territorial del Estado contiene el Título VIII de la Constitución. Todas ellas derivan de la consideración de la autonomía como derecho a disposición de las nacionalidades y regiones (artículo 2), manifestación palmaria de las enormes dificultades a la que se enfrentaron los constituyentes a la hora de lograr un acuerdo sobre el tema. Y como trasfondo al intenso proceso de descentralización territorial, en 1986 ingresamos en las (entonces) Comunidades Europeas, a las que se transfirieron competencias derivadas de la Constitución (artículo 93).
La potencia transformadora de ambas dinámicas resulta indudable y ha cambiado el sentido originario de distintas previsiones constitucionales. Citaré un ejemplo paradigmático: el Senado, que, a pesar de definirse como cámara de representación territorial (artículo 69.1), no cumple tal función, dado que la mayor parte de sus integrantes no son elegidos por las comunidades autónomas sino en circunscripciones provinciales. Ante la constatación del desacople existente entre esta previsión constitucional y la realidad en la que se aplica, lo idóneo habría sido activar su reforma, adecuando tanto su composición como sus funciones a las exigencias de su configuración en clave territorial. No se hizo así en este caso, como tampoco en relación con otras previsiones necesitadas de ajuste, y solo se modificó la Constitución cuando así fue demandado por las instancias europeas (en 1992 para ser adaptada al Tratado de Maastricht y en 2011 para limitar el déficit público), o para reparar la indignidad terminológica de referirse a las personas con discapacidad como “disminuidos” (2024).
Si se dejan al margen estas modificaciones puntuales, la vía de la reforma ha resultado intransitable en la práctica, y se ha convertido en una especie de tabú. Esta situación se explica por la falta de voluntad política para tomarse en serio los evidentes signos de fatiga de materiales de algunos contenidos de la Constitución como consecuencia del transcurso del tiempo (¿tiene sentido mantener la prohibición de los tribunales de honor —artículo 26— en la parte dedicada a los derechos fundamentales dotados de mayor protección?), así como por la aparición de importantes fenómenos (tecnologías digitales o globalización) desconocidos en 1978. También, a causa de la incapacidad nuevamente política de identificar unos mínimos puntos de acuerdo sobre cuestiones básicas que atañen a los fundamentos del sistema, necesitados de actualización. Al hilo de tal situación, es preciso recordar las palabras del ilustre constitucionalista alemán Konrad Hesse, quien señaló ya en 1966 que “la fuerza normativa de la Constitución se halla condicionada por la voluntad constante de los implicados en el proceso constitucional de realizar los contenidos de la Constitución. Resulta fundamental por tanto esa voluntad, la cual, a su vez, se apoya sobre el consenso básico que asegura al orden jurídico una estabilidad firme”.
No obstante, a pesar de todo lo dicho y también de lo que se ha obviado (el impacto brutal que en términos constitucionales supuso el proceso independentista catalán con la consiguiente suspensión de la autonomía en dicha comunidad, o el incumplimiento flagrante por parte de distintos gobiernos del deber de presentar el proyecto de ley de presupuestos cada año, entre otros), la Constitución resiste y sigue mostrando un grado de adhesión entre la ciudadanía en absoluto desdeñable. Así lo confirma la última Encuesta sobre tendencias sociales, publicada por el CIS en noviembre de 2024, según la cual la Constitución no solo es, con una media de 6,07 sobre 10, la institución que más confianza genera entre la ciudadanía, sino la única que supera el aprobado. Esta favorable constatación inicial se mantiene cuando el 73,1% de los encuestados manifiesta que tiene igual confianza en el texto constitucional que hace cinco años, y otro 17% afirma que se ha incrementado. En último lugar, de cara al futuro, se pregunta: “Y según sus impresiones, y tal como van las cosas, ¿piensa Ud. que dentro de cinco años tendrá Ud. más, menos o igual confianza que ahora en...?”. Por lo que atañe a la Constitución, la percepción positiva experimenta un relevante incremento, dado que, aunque un 17,6% de las personas consultadas sostienen que tendrán menos confianza en ella que en el momento presente, el 9,2% declara que será mayor y el 67,5% la mantiene en un nivel similar.
Salvando las (evidentes) distancias, los datos expuestos vienen a confirmar las impresiones que, como docente de las asignaturas de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla, me transmite el alumnado en el día a día. Para estos jóvenes, la existencia de la Constitución se da por sentada: explicar la Transición se ha convertido en una lección de historia más bien remota. Sabían de su existencia, claro que sí, pero solo conocen sus contenidos ahora, en las aulas universitarias. Y, aun así, en términos generales, perciben (y a veces solo intuyen) que la Constitución sienta las bases del sistema democrático y fundamenta nuestra convivencia. A partir de ahí, las críticas son muchas y casi siempre de gran profundidad, y reclaman como ineludible acometer su renovación. Cambios sobre la base de un patrimonio constitucional común que debe preservarse. Es precisamente ahí, en la reivindicación de ese ethos todavía existente, donde la celebración festiva cobra sentido.
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